Por: Miguel Ramírez
La absurda no debe pasar al olvido. Me ha hecho recordar los días del servicio militar en la Escuela de Paracaidistas de la División Aerotransportada, en Chorrillos. Era el año 1980.

Es una experiencia inigualable, en la que se enseña al joven soldado conocimientos , estratégicos, y se fomenta la disciplina, el esfuerzo físico y el orden.

Pero en esa preparación también se cometen abusos, maltratos, órdenes inimaginables, que lindan con el machismo absurdo. Eso parece haber ocurrido con los soldados fallecidos, de haberles ordenado ingresar a esa ‘playa maldita’, no apta para ningún mortal.

Recuerdo el día del ‘bautizo’ de los ‘perros’, como se les llama a los nuevos reclutas. Era de noche. A los treinta compañeros de mi promoción nos ordenaron rampar desnudos, de dos en dos, por debajo de los cien camarotes de toda la cuadra. Mientras nos desplazábamos apretujados, los soldados antiguos nos golpeaban con maderas, que se rompían a pedazos en nuestras espaldas, traseros y piernas.

La ‘bienvenida’ terminó rampando en los inmundos baños, donde las tazas y las duchas estaban atoradas. Todos se burlaban de nosotros. Fue la primera vez que escuché que ‘las órdenes se cumplen sin duda ni murmuraciones’.

Todos, antiguos y reclutas, temíamos al capitán Guevara. Había lanzado -sin los ganchos de seguridad respectivos de sus paracaídas- a dos cadetes que en la puerta del avión Antonov se tocaron de nervios y no quisieron saltar. Casi nada encontraron de sus cuerpos en tierra.

Le decían ‘el capitán liguita’. Estiraba lo más que podía una liga y la disparaba a los párpados de los ojos. El dolor te duraba varios días. Estaba tronado.

Muchas veces comimos ‘Chocomel’, nombre de un rico chocolate que estaba de moda. Nos hacían abrir la boca y nos lanzaban tierra que se convertía en barro en la garganta. El ‘Chocomel’, decían, era para tener voz potente.

También ocurrieron hechos que me llenaron de felicidad. Aluciné ser astronauta las trece veces que salté de 30 mil pies de altura. Veía a todo Lima bajo mis pies. La alegría desaparecía cuando el descenso empezaba raudamente y caía a tierra.

Las sesiones de ejercicios eran interminables. Cientos de ‘ranas’ y ‘planchas’, que servían para fortalecer el cuerpo y no lesionarte cuando impactabas con el suelo.

Es un orgullo haber estado en el . Sacaba pecho cuando salía a la calle con mi uniforme de soldado, el grado de cabo, el brevete de paracaidista en el pecho, boina negra y una pañoleta en el cuello. Me llovían las chicas.

La muerte de los soldados no debe quedar impune. Como bien ha dicho el ministro de Defensa,, “nuestros muchachos tienen que ser entrenados, exigidos, pero cuidados”. Le tomamos la palabra. Nos vemos el otro martes.

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