Este Búho se considera un privilegiado al vivir en la casa de mis viejitos, en Miraflores. A tres cuadras del mar y con una flamante bajada a la playa de los tablistas, que tiene todos los servicios. Lo malo es que Castañeda Lossio ha construido una controvertida ciclovía de color amarillo que malogra el paisaje. Pero, bueno, ver el inmenso mar, lleno de puntitos negros, que son los tablistas, te reconforta, te relaja el alma. Si estás empilado y bajas, y te das un chapuzón; o si estás tranqui, llevas periódicos, revistas, libros y desde una banquita del Parque María Reiche te abstraes del mundo. Pero la Costa Verde no me fue ajena cuando vivía en la frontera entre Lima y Callao, por la Ciudad Universitaria de San Marcos, en la mítica Unidad Vecinal Mirones. De niños tomábamos los ómnibus de la Colonial para llegar hasta Cantolao, en La Punta, con sus aguas heladitas y sus piedrecitas redondas. Pero de adolescentes, a inicios de los 80, nuestro destino era la Costa Verde.

Un mediano empresario, mi compañero de aventuras playeras a fines de los 70 e inicios de los 80, me confesó: “Búho, me compré una camioneta 4×4 para llevar a mi familia a la playa. Si es posible, a algunas donde no entran carros sin doble tracción y son más caletas, con arena fina y mar tranquilo para pescar. Pero mis hijos no quieren ir conmigo, prefieren quedarse en su cuarto jugando con su último PlayStation o están con el celular tirados en el mueble tomando limonada y escribiéndose con chicas que no sé si en verdad existen, porque ni salen. Qué diferencia con nuestra juventud. Eran otros tiempos. Mi viejo no tenía carro y paraba trabajando de sol a sol en una fábrica transnacional de llantas. Mi viejita, de su diario, sacaba para pagar nuestro boleto de micro, el verdecito con crema, la línea 20, que hasta ahora existe y arrancaba en Tingo María y se iba por el Centro, La Victoria, Lince, San Isidro, Miraflores, Barranco, hasta Chorrillos. Su último paradero era en la esquina de ‘La cancha de los muertos’, donde antes jugaba el Deportivo Municipal”, recordaba mi amigo con nostalgia.

Efectivamente, si queríamos llegar a La Herradura rápido, arriesgábamos la vida cruzando el tétrico túnel y corríamos el peligro de ser atropellados o atacados por los murciélagos que habitaban en sus techos. Lo bueno era que te ahorrabas un vueltón, que significaba irse por la pista que comenzaba en el club Regatas y bordeaba los acantilados donde, por unas monedas, un suicida empleado a destajo del restaurante ‘Salto del fraile’ se lanzaba a las fieras olas. En La Herradura, que tenía arenita fina, carpas, tablistas y bellezas espectaculares, había un lugar, el Curich, donde comprábamos inolvidables cremoladas de fresa, guanábana, y unas ricas hamburguesas. Para llegar a La Herradura, definitivamente ‘rompíamos el chanchito’ o pedíamos propinas a tíos, padrinos y hasta cogíamos algún sencillo que encontrábamos en la máquina de coser de mamá o el terno de papá. Era para una buena causa.

A los quince años éramos sanos. En esas incursiones a la playa, corríamos olas gritando ¡¡huecooooo!! Y nos colocábamos en un point donde ponían música de moda. Se iniciaban los 80 y la new wave, llegada desde Estados Unidos, inundaba las radios. ‘Idaho privado’ o ‘Fiesta sin límites’, de B52, reinaban junto a ‘Rapture’, ‘One way or another’, de Blondie. Nunca imaginé que, treinta años después, vería a ambos grupos en sendos conciertazos en Lima. Los ingleses también la rompían en las radios. ‘She’s so cold’, de The Rolling Stones, ‘Pass the Dutchie’ (Paso a la diversión, la llamaron las radios) de Musical Youth, un grupo de morochitos londinenses tipo Menudo, que la rompieron en las radios y en las playas. Rod Stewart, Daryl Hall y John Oates, John Cougar, se escuchaban en los parlantes de los locales.

Era un ambiente zanahoria. La malograda comenzaría un par de años después, cuando algunos malos generales de la Policía de Investigaciones se convertirían en socios de narcotraficantes como Reynaldo Rodríguez López, ‘El padrino’, o de los narcos colombianos que operaban en Uchiza y toda la selva central. Ellos surtirían de droga a los jóvenes miraflorinos, los reyes de las discotecas pitucas, los ‘chicos malos’ del Clan Calígula que tuvieron un final trágico. Pero me quedé corto. Mañana continúo con las playas de Barranco y con el boom del rock en castellano. Apago el televisor.

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Este Búho se considera un privilegiado al vivir en la casa de mis viejitos, en Miraflores. A tres cuadras del mar y con una flamante bajada a la playa de los tablistas, que tiene todos los servicios. Lo malo es que Castañeda Lossio ha construido una controvertida ciclovía de color amarillo que malogra el paisaje. Pero, bueno, ver el inmenso mar, lleno de puntitos negros, que son los tablistas, te reconforta, te relaja el alma. Si estás empilado y bajas, y te das un chapuzón; o si estás tranqui, llevas periódicos, revistas, libros y desde una banquita del Parque María Reiche te abstraes del mundo. Pero la Costa Verde no me fue ajena cuando vivía en la frontera entre Lima y Callao, por la Ciudad Universitaria de San Marcos, en la mítica Unidad Vecinal Mirones. De niños tomábamos los ómnibus de la Colonial para llegar hasta Cantolao, en La Punta, con sus aguas heladitas y sus piedrecitas redondas. Pero de adolescentes, a inicios de los 80, nuestro destino era la Costa Verde.

Un mediano empresario, mi compañero de aventuras playeras a fines de los 70 e inicios de los 80, me confesó: “Búho, me compré una camioneta 4×4 para llevar a mi familia a la playa. Si es posible, a algunas donde no entran carros sin doble tracción y son más caletas, con arena fina y mar tranquilo para pescar. Pero mis hijos no quieren ir conmigo, prefieren quedarse en su cuarto jugando con su último PlayStation o están con el celular tirados en el mueble tomando limonada y escribiéndose con chicas que no sé si en verdad existen, porque ni salen. Qué diferencia con nuestra juventud. Eran otros tiempos. Mi viejo no tenía carro y paraba trabajando de sol a sol en una fábrica transnacional de llantas. Mi viejita, de su diario, sacaba para pagar nuestro boleto de micro, el verdecito con crema, la línea 20, que hasta ahora existe y arrancaba en Tingo María y se iba por el Centro, La Victoria, Lince, San Isidro, Miraflores, Barranco, hasta Chorrillos. Su último paradero era en la esquina de ‘La cancha de los muertos’, donde antes jugaba el Deportivo Municipal”, recordaba mi amigo con nostalgia.

Efectivamente, si queríamos llegar a La Herradura rápido, arriesgábamos la vida cruzando el tétrico túnel y corríamos el peligro de ser atropellados o atacados por los murciélagos que habitaban en sus techos. Lo bueno era que te ahorrabas un vueltón, que significaba irse por la pista que comenzaba en el club Regatas y bordeaba los acantilados donde, por unas monedas, un suicida empleado a destajo del restaurante ‘Salto del fraile’ se lanzaba a las fieras olas. En La Herradura, que tenía arenita fina, carpas, tablistas y bellezas espectaculares, había un lugar, el Curich, donde comprábamos inolvidables cremoladas de fresa, guanábana, y unas ricas hamburguesas. Para llegar a La Herradura, definitivamente ‘rompíamos el chanchito’ o pedíamos propinas a tíos, padrinos y hasta cogíamos algún sencillo que encontrábamos en la máquina de coser de mamá o el terno de papá. Era para una buena causa.

A los quince años éramos sanos. En esas incursiones a la playa, corríamos olas gritando ¡¡huecooooo!! Y nos colocábamos en un point donde ponían música de moda. Se iniciaban los 80 y la new wave, llegada desde Estados Unidos, inundaba las radios. ‘Idaho privado’ o ‘Fiesta sin límites’, de B52, reinaban junto a ‘Rapture’, ‘One way or another’, de Blondie. Nunca imaginé que, treinta años después, vería a ambos grupos en sendos conciertazos en Lima. Los ingleses también la rompían en las radios. ‘She’s so cold’, de The Rolling Stones, ‘Pass the Dutchie’ (Paso a la diversión, la llamaron las radios) de Musical Youth, un grupo de morochitos londinenses tipo Menudo, que la rompieron en las radios y en las playas. Rod Stewart, Daryl Hall y John Oates, John Cougar, se escuchaban en los parlantes de los locales.

Era un ambiente zanahoria. La malograda comenzaría un par de años después, cuando algunos malos generales de la Policía de Investigaciones se convertirían en socios de narcotraficantes como Reynaldo Rodríguez López, ‘El padrino’, o de los narcos colombianos que operaban en Uchiza y toda la selva central. Ellos surtirían de droga a los jóvenes miraflorinos, los reyes de las discotecas pitucas, los ‘chicos malos’ del Clan Calígula que tuvieron un final trágico. Pero me quedé corto. Mañana continúo con las playas de Barranco y con el boom del rock en castellano. Apago el televisor.

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