Este se considera un lector afortunado. De niño devoraba los libros de las bibliotecas de mi tío Kike; de adolescente, los libros de mi viejito, que entre sus múltiples obras de Dale Carnegie y unos de autoayuda, goza de algunas ‘rarezas’, como una edición empastada y lujosa de ‘Las mil y una noches’, ilustrada, la cual él me escondía porque a su modo de ver, era ‘obscena’ para un adolescente. Solo en la universidad, con todo el ímpetu juvenil, gozaba y sufría para comprar libros, visitando librerías donde leía algunas partes del libro de los grandes literatos que no estaban al alcance de un bolsillo de universitario sanmarquino. Sacaba también libros a crédito. Nunca llegué a la ignominia, como otros amigos, de sustraer un libro de alguna librería, ‘en nombre de mi amor por la literatura’. Primero estaban el amor a mis principios y la consideración a los libreros.

Tal vez por eso, en mi biblioteca, no están todos los libros que he comprado y leído. Mis libros pasaron por mi vida como amores y odios. Mi gran biblioteca es la cerebral. Pero volviendo a lo que nos toca, ya de maduro, gracias a mi privilegiada condición de columnista, son los libros los que llegan a mí, y de todo tipo. Y hago fiesta cuando me doy con textos que me hacen abrir aún más mis ojazos de Búho por la sorpresa y satisfacción de leer cosas que te atrapan. Me pasó con literatos tan dispares en edad como Fernando Ampuero o Renato Cisneros. Con cronistas con ADN tan distintos y a la vez tan compatibles como Eloy Jáuregui o Jaime Bedoya. O con un loco enamorado de la literatura como Enrique ‘Kike’ Sánchez Hernani, hasta poetas paradigmáticos como Jorge ‘Solito’ Pimentel, de Hora Zero. Y me volvió a suceder cuando llegó a mis manos el libro de crónicas de Daniel Titinger. Recaí nuevamente y en pocas horas me volvió la adicción a la lectura. En el taxi, en la cola del banco, el Metropolitano, en mi propio auto, en los semáforos sempiternos de la Bolichera, toda quietud ardiente era propicia para sumergirme y refrescarme con sus historias escritas desde playas de California con Kina Malpartida o en la Huanchaco de la Miss Mundo Maju Mantilla, con la que viajaba Daniel para recoger la versión del erizo que pinchó el dedo de la reina cuando era niña.

Esos quince minutos parado, los aprovechaba para adentrarme en esas doce crónicas viajeras. ‘No quiero salir de casa. Crónicas de viaje. Y otros viajes’. Porque el principal valor del autor es que mantiene un estilo al escribir las crónicas. Muy distinto a los capos Jáuregui o Bedoya, pero en el difícil campo de la crónica, donde la diferencia manda, no existe papel Pelikan y Titinger demuestra en este libro que cuenta con una forma definida. Sus crónicas son largas y, al mismo estilo de un boxeador, te noqueará recién en el último asalto. Como en la más lograda, según opinión de este columnista, ‘Historia de un camellicidio’. El cronista leyó una noticia de un periódico de Ica, que la camada de camellos donada por el rey de Marruecos a la municipalidad se va muriendo uno a uno. ¿De qué mueren los camellos? La crónica es alucinante y roza la novela negra; el cronista, cual detective Philip Marlowe, Hércules Poirot o Sherlock Holmes, viaja a Ica y conversa con todos los involucrados. Luego, insatisfecho, cruza el charco y aparece en Rabat, Marruecos, donde llega a entrevistar a bravos veterinarios, negociantes de camellos que en pleno Sahara le ofrecen una parrilla de carne de camello. El final es alucinante y no lo cuento. No hay juicios de valor en Daniel. Deja que todas las voces hablen, lo que significa un arduo trabajo callejero, pero esa neutralidad es ficticia. Tiene una opinión, pero no la muestra. Se la deja al lector. Pareciera que es seguidor del cineasta norteamericano David Lynch, quien decía ‘el mundo no es bueno ni malo, solo extraño’. Recomiendo este trabajo a los estudiantes de Periodismo. Sobre todo porque destierra la idea de que solo escribir precioso te garantiza hacer una crónica digna. Este libro nos muestra que hay un ingrediente tan importante como ese: el del trabajo arduo y constante. Cruzar los mares, volar donde el diablo perdió el poncho, como Surinam, o entrevistar hasta las piedras, nos muestra que la crónica es una tremenda y hermosa chambaza. O como le gusta decir al autor, un gran viaje que, según propio testimonio, odiaba realizar. Ajústense los cinturones y a volar, perdón, a leer. Apago el televisor.

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