Este Búho se sorprende cuando el director me dice al teléfono: ‘Ha muerto Goyo Martínez’. Me hablaba del escritor (Nazca 1942 - Virginia 2017). La noticia me conmocionó. La imagen de Goyo siempre la relacioné con fortaleza. Era un zambo alto y agarrado. Pero mejor ingreso al ‘túnel del tiempo’. Año 1979. Estaba chibolo y era ‘cachimbo’, pero paraba con chicas atractivas, mucho mayores que yo, en el patio de Letras de la Universidad San Marcos. Una de ellas era Emperatriz, estudiante de Ciencias Sociales, de pelo lacio negro azabache y piel canela, que vendía libros al crédito. Por ella leí a Borges, Cortázar, Scorza, Ribeyro, las últimas de Vargas Llosa... ‘Léelos, después me pagas, chiquillo’, me decía. Pero una vez me quedé con la boca abierta. Fue una noche cuando fui a la Ciudad Universitaria y la vi abrazada de un tío negro, grueso, de lentes. No lo podía creer. Me escondí y los seguí hasta la cafetería a la que llamábamos eufemísticamente ‘El Haití’, a la salida de Letras. No daba crédito a lo que veía, ¡el tío la besaba! Cuando le conté a las amigas de Emperatriz que la había visto con un señor mayor que parecía futbolista, se rieron al unísono. Ximena Salazar, la ojiverde hija de Sebastián Salazar Bondy, me aclaró: ‘Es el famoso ‘Goyo’ Martínez, un escritor. Si se entera de lo que hablaste, ¡se carcajea y te invita una cerveza!’. Allí nomás Emperatriz me presentó al famoso Gregorio ‘Goyo’ Martínez. Ella me regaló su libro ‘Canto de sirena’ y, la verdad, me impresionó. Al tiempo, desapareció y creo que se casó con ‘Goyo’, que tenía fama de mujeriego, pero al parecer, cayó en las redes de mi frágil y atractiva amiga.

La irrupción de ‘Canto de sirena’, en el año 1977, tuvo la desgracia de suceder en un momento crucial en el mundo literario de la época. Las sociedades latinoamericanas, entre ellas la peruana, atravesaban una grave crisis política y social. Vargas Llosa lanzaba ‘La tía Julia y el escribidor’ y era criticado. Ribeyro estaba autoexiliado en Francia y continuaba ‘La palabra del mudo’. García Márquez no publicaba desde ‘El otoño del patriarca’ (1975). Solo descollaba Manuel Scorza con ‘Redoble por Rancas’ (1970) y continuada con dos novelones publicados en ese año 1977: ‘El jinete insomne’ y el ‘Cantar de Agapito Robles’. La novela social estaba en su apogeo. En ese contexto, la aparición del libro de ‘Goyo’ y su mundo afroperuano de Nazca, en el mítico Coyungo, fue para algunos obtusos, una anécdota. Pero algunos críticos y, sobre todo escritores, la saludaron con entusiasmo. Desde la carátula, el libro es impactante. Es el dibujo de la gran Tilsa Tsuchiya de una sirena, pero negra, con rulos, sin la clásica melena rubia. ‘Goyo’ utilizó todos los recursos literarios, periodísticos y antropológicos para presentar el alucinante mundo del anciano negro Candelario Navarro, sobreviviente de la época de la gran hacienda que, a sus 81 años, recuerda sus proezas sexuales de ‘semental’. El viejo es un personaje de aquellos. Se describe a sí mismo como un animal sexual. Tiene una libreta donde ha consignado todos los encuentros sexuales con mujeres de Nazca, Acarí y Lima. ‘Goyo’ respeta el lenguaje de los peones negros del lugar donde vivió de niño. El sexo juega un rol fundamental para el protagonista, que cuenta que fungía de curandero especialista en ‘amarrar maridos’, pero a sus clientas no les cobraba en soles, sino con sexo. El universo de ‘Canto de sirena’, a partir de la vida pendenciera y rebelde de Candelario, es también una abierta denuncia de un sistema de explotación contra el negro y el indio. El movimiento indigenista y sus novelas denunciaron las injusticias contra los indios. Pero nadie, ni López Albújar con su notable ‘Matalaché’, le dio al negro ese tipo de voz protagónica, lenguaje, alma, sabor, música, sensualidad, fuerza, alegría y pendejada como sí hizo ‘Goyo’ Martínez. Con Candelario Navarro murió el personaje del ‘pobre negrito’ que estaba adherido a la literatura peruana. Gregorio Martínez deja una herencia fecunda en sus libros ‘Tierra de caléndula’ (1974), ‘La gloria del piturrín y otros embrujos de amor’ (1985). Pendenciero, se atrevió a publicar, para soponcio de los ultras, sus ‘Siete ensayos al filo de catre’ (2004). Seguramente ahora le rendirán homenajes -escribí una columna sobre su obra en junio del año pasado-, y nuevamente recuerdo esa gran frase de un colega suyo en las clases de Literatura de San Marcos, Antonio Cisneros, quien gritó indignado: ‘Para qué quiero homenajes póstumos si no los voy a ver’. Espero que escritores de la valía de Goyo, como el gran cuentista Antonio Gálvez Ronceros, del reconocido ‘Grupo Narración’, reciban un merecido homenaje en vida. Lo justo, en memoria de ‘Goyo’. Apago el televisor.

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