Este se estremeció cuando se enteró de que un dantesco incendio consumió gran parte de la galeríay, como por arte de magia, volvieron a mi mente las imágenes imborrables de la tragedia en ese lugar del 2001. Era un caluroso día sábado y había regresado de un reconfortante playazo en ‘El Silencio’. Contra mi costumbre, retorné temprano. A las siete de la noche estaba en mi cuarto, en Miraflores, ya bañadito para ver televisión. Un flash interrumpió la programación. Un terrible incendio estaba acabando con el emporio comercial de Mesa Redonda. Era 29 de diciembre, y a esa hora ya no cabía un alfiler en las galerías ni en sus calles.

La mayoría de compradores ya no buscaba ropa ni juguetes, las bodegas rebalsaban de toneladas de juegos pirotécnicos, muchos de los cuales estaban prohibidos en algunos países por su alta peligrosidad. Pero precisamente esos artefactos letales eran los más pedidos por los minoristas, que se llevaban las cajas a los mercados del Callao, Surquillo, San Juan de Lurigancho, Comas, Chorrillos, Lince, Jesús María o el mismo Cercado.

Ante tanta demanda, los vendedores no dudaban en mostrar y encender la mercadería a los extasiados compradores. Además, los dueños de los almacenes de pirotécnicos tenían un ejército de los llamados ‘chacales’. Hombres, mujeres, adolescentes y hasta niños a quienes les entregaban la mercadería a consignación y trabajaban como ambulantes en las pistas de los jirones Cusco y Andahualylas. Justo allí, uno de estos vendedores prendió un poderoso artefacto que se estrelló en la ruma de explosivos de un ambulante vecino, y estos salieron en distintas direcciones.

Uno de ellos ingresó a una galería y en el interior se produjo una reacción en cadena, no solo de pólvora, sino también del material inflamable acumulado en las tiendas, como el plástico.

Especialistas calcularon que mil toneladas de pirotécnicos se almacenaban en las galerías de manera informal y clandestina. Este columnista tomó un taxi y llegó a las nueve de la noche. Ya estaba en el lugar José Caja, ‘Cajita’, el fotógrafo de , pues vivía a una cuadra, en la avenida Abancay. Caja estaba desencajado.

Había hecho fotos que nunca iban a ser publicadas por su terrible crudeza. Cuerpos calcinados como estatuas plomizas, petrificadas, de padres y madres cobijando a sus hijitos. Así murieron familias enteras, pues muchos padres llevaban a sus hijos menores, arriesgándolos y exponiéndolos a una posible tragedia.

Pero lo peor era el olor a carne chamuscada. Si el incendio, sobre todo el humo, mató de asfixia a decenas de personas atrapadas en las galerías, los transeúntes y ambulantes que intentaban salir por el jirón Cusco sintieron un terrible estallido, como una bomba.

Había explotado un transformador de energía eléctrica ubicado en la mencionada vía, pues no resistió la ‘temperatura solar’ de 1200 grados centígrados.

Todos los taxistas que se quedaron con sus pasajeros estacionados esperando que pase la estampida murieron achicharrados y sus autos quedaron calcinados, al igual que los infortunados peatones. Fue tan alta la temperatura que los reportes oficiales arrojaron la cifra de 279 personas fallecidas. Pero, por denuncias de familiares, se estima que doscientas personas murieron calcinadas a tal punto que no se pudieron recoger sus cuerpos carbonizados. Este Búho tuvo la penosa tarea de llegar en la noche a la movida ‘Huerta Perdida’ y lo que vio fue algo irrepetible.

En casi todas las casas estaban velando a alguna persona muerta en el incendio, pero no había cajón ni cuerpo, solo velaban sus ropas. Todos eran ambulantes que se ‘cachueleaban’ en fiestas vendiendo pirotécnicos. En alguna casa había hasta tres velorios. Tanto era el dolor, que pudimos caminar ‘tranquilos’ a esa hora de la madrugada.

Fue el Año Nuevo más triste que Lima recuerde y solo a muy pocos chistosos se les ocurrió recibirlo reventando cuetes. Ojala que en estos días previos al se redoblen las medidas de seguridad para evitar desgracias tan espantosas. Apago el televisor.

NOTICIAS SUGERIDAS

Contenido GEC