Este camina por el Centro de Lima y ve la avenida Tacna, el jirón Lampa, la avenida Abancay y la misma Vía de Evitamiento que parecen colapsar. Todos los caminos conducen al festival , en el Rímac. No vale llegar en carro, es mejor dejarlo en alguna cochera del Centro e ir caminando al Club Revólver.

Me puse a pensar en qué sentirán hoy aquellos ‘guerreros’ de la ‘Isla del Gallo’, que coincidieron en un restaurante en el norte del país, en aquel ya lejano 2007, cuando sembraron la semilla de lo que hoy es esta feria gastronómica. Entre la degustación de platillos exquisitos de nuestra tierra, picaban arroz con pato a la norteña, cebiche de lenguado, papa a la huancaína, ají de gallina, lomo saltado, cocteles a base de pisco.

Gastón Acurio estaba alucinado. Él había asistido a ferias gastronómicas en distintos países, pero eran, más que nada, festivales especializados, ya sea en carnes, cervezas o vegetarianos. Pero al degustar esa ‘mixtura’ de platillos peruanos alucinó que una feria que exponga la comida de la costa, sierra y selva del país serviría para poner la gastronomía peruana en bandeja y darle el reconocimiento que hace mucho se merecía. Las picanterías, las ramaditas, las anticucherías, los cebicheros, los exponentes de los contundentes platos de fondo de la cocina peruana nunca habían sido reunidos en un lugar donde se les rinda culto, que sea una reunión con aroma a devoción religiosa. No cabía duda de que Gastón Acurio era el rostro de todos esos guerreros armados de mandiles en vez de armaduras, cucharones en vez de lanzas o pistolas y gorros de cocina en vez de cascos.

Entre los rostros de cocineros, empresarios, intelectuales y sibaritas, a secas y a mucha honra, estaban los históricos fundadores de Apega, que fue fruto de ese banquete norteño: Bernardo Roca Rey, Mariano Valderrama, Javier Wong, la infatigable Isabel Álvarez y Pedro Miguel Schiaffino entre otros bravos cocineros. Su primer presidente fue Gastón, aclamado por unanimidad. Y planificaron lo que sería el primer gran festival gastronómico del país. Sería en el 2008. Increíble, lograron que el viejo local del Cuartel San Martín les cediera sus instalaciones. Todavía no se iba a llamar Mistura. No muchos cocineros y dueños de restaurantes de provincias tenían fe en el proyecto. Por eso la denominaron ‘Perú, mucho gusto’.

Este columnista vivía en Miraflores y me fui caminando hacía el cuartel, ese que esquivaba cuando tenía la edad del servicio militar. Bernardo Roca Rey cumplió un papel fundamental en la difusión del evento desde las páginas de El Comercio, Somos y Trome. Pero ni en sueños fue el fenómeno de masas al que evolucionó en años posteriores. Todavía no era el símbolo de nuestra identidad, en el que se ha convertido hoy, pero fue el germen. Empezaron las charlas, los foros y los finales de fiesta con música peruana.

Quienes pensaron que el Campo de Marte era demasiado grande para la próxima reunión, se equivocaron. Ya no solo eran la atracción los platillos, sino los festivales de delicias que siempre han acompañado fielmente a un humeante plato. Al final, no había un local que albergara a tantos miles de visitantes durante tantos días. Por eso se mudaron a la gigantesca Costa Verde, donde hasta hubo un acuario marino para los niños y jóvenes. De esa explanada frente al mar, el festival llegó en su mejor momento a un distrito con una tradición culinaria especial: el Rímac. Recuerdo de niño haber estado en el mítico restaurante ‘Rosita Ríos’. Al escuchar las palabras de Bernardo, tengo mayor convicción de que Mistura seguirá en auge: ‘Hay que educar al comensal en el hecho que la comida no es una frivolidad. Entender que la gastronomía nos acerca. Que a Mistura hay que ir con los hijos para trasladarles el bagaje cultural’. Además, yo no lo veo desde el punto de vista del negocio. Me alegra que mi hija de once años me diga ‘papá, ¿me vas a llevar a Mistura?’. Claro que la voy a llevar. Apago el televisor.

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