Mario Benedetti
Mario Benedetti

A este Búho le resulta paradójico que en medio del escándalo desatado por el pedido de ‘asilo político’ de Alan García a Uruguay, escogiera al inmenso poeta, novelista, dramaturgo y periodista Mario Benedetti para escribir mi columna. Y digo paradójico porque a diferencia del líder aprista, el vate charrúa sí vivió el peor de los exilios, el de aquellos que sufrieron persecución política solo por sus convicciones, por sus ideales en épocas en que dictaduras militares pretendían acallar físicamente a quienes escribían sobre la libertad y la democracia.

Benedetti fue uno de los escritores más leídos de habla hispana, no tuvo una infancia fácil en su pueblo de Paso de los Toros, Uruguay. Vivió pobremente en un ranchito mísero con techo de metales pegados con huecos, por donde se filtraba la lluvia. Su madre tuvo que vender la vajilla, los cubiertos y regalos guardados de su matrimonio para las épocas difíciles, por eso el joven Mario trabajó desde los catorce años e hizo de todo, como ser vendedor de repuestos de autos, conserje, oficinista, gerente de una inmobiliaria, taquígrafo de una editorial y periodista.

El ser hombre de prensa en la histórica revista ‘Marcha’ fue el penúltimo peldaño para lo que sería la meta trazada: trabajar como escritor a tiempo completo. Pero como tenía alma de maestro, también dictaba cátedra en la universidad. Cuando Juan María Bordaberry, presidente elegido democráticamente, inaugura los tristemente célebres ‘autogolpes’ aliado con una cúpula militar fascista e instaura una cruenta dictadura, Mario renuncia a su cátedra en señal de protesta. Ni bien comenzaron las detenciones ilegales a políticos opositores, los asesinatos y las desapariciones, el escritor cruza el Río de La Plata y se refugia en Argentina.

Corría el año 1973. Era un escritor consagrado desde 1960 con ‘La tregua’, esa novela de pocas páginas pero gigante al abordar un cúmulo de sentimientos, frustración, la ternura -como signo de su obra-, el dolor, la pérdida y, sobre todo, el amor terriblemente fugaz. Contribuyó a su fama ‘Gracias por el fuego’ (1965), publicada por Seix Barral, que lo catapultó como puntal del ‘boom de la literatura latinoamericana’. Sin embargo, la terrorista Triple A, comando anticomunista argentino, no creía en novelistas famosos y le dio ¡48 horas! para abandonar el país si quería seguir viviendo. Recaló en Perú, donde su amigo Paco Moncloa, entonces director del diario Expreso, le dio trabajo, pero sus artículos causaron roncha en los sectores de derecha de la junta militar. Fue detenido y deportado del país.

Cuba lo recibió, pero un año más tarde aterrizó en Madrid, donde cumplió diez años de exilio. En su caso, lo más doloroso fue que lo sufrió solo, pues su esposa se quedó en la capital uruguaya cuidando a las madres de ambos, gravemente enfermas. Regresa en 1983 a su querido Montevideo, donde inicia su periodo de ‘desexilio’, que se verá impregnado en posteriores trabajos. Pero definitivamente la obra que lo encumbraría como uno de los escritores más leídos de habla hispana será siempre ‘La tregua’, que incluso fue llevada al cine por Sergio Renán y fue candidata al Óscar a mejor película extranjera.

Recuerdo que la novelita la leí de un tirón, todo un día, en las solitarias gradas de un vacío estadio de San Marcos, hoy remodelado para los Panamericanos. A Martín Santomé, el entrañable personaje principal de la novela, le faltan pocos días para jubilarse después de tristes décadas de oficinista. No sabe qué será de él cuando ya no tenga que salir con sus pasos tristes todos los días rumbo al trabajo. Quince años atrás había enviudado y crio solo a sus hijos, porque no tuvo las agallas y el tesón para conquistar a otra mujer.

Los lectores asistimos a sus pensamientos descarnados e irónicos a través de su diario íntimo. Allí, por ejemplo, describe a sus muchachos: “Ninguno se parece a mí. En primer lugar, todos tienen más energía que yo. Esteban es el más huraño. Todavía no sé a quién dirige ese resentimiento, pero lo cierto es que parece resentido. Creo que me tiene respeto, pero nunca se sabe. Jaime es quizá mi preferido, aunque casi nunca puedo entenderme con él. Me parece sensible e inteligente, pero no me parece fundamentalmente honesto. Es evidente que hay una barrera entre él y yo. A veces creo que me odia. A veces creo que me admira. Blanca tiene al menos algo de común conmigo: también es una triste con vocación alegre”.

Pero todo se le complica a Martín cuando inicia una relación sentimental con Laura Avellaneda, quien tiene la misma edad que su hija Blanca. Esta le hace la guerra a su novia y a él, porque es posesiva y no acepta que Laura ocupe toda la mente de su padre. Pero cuando por fin logra que su hija comprenda y acepte a su joven pareja, Laura muere. Es una obra que ahora que la leo como padre de una niña de doce años, me estremece aún mas que antes y me reafirma en la idea de que siempre es bueno releer los clásicos. Y don Mario es un clásico latinoamericano. Apago el televisor.

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