El fotógrafo Gary llegó al restaurante con su amigo Cigarrito y pidieron una poderosa jalea con mariscos y una jarra de chicha morada heladita. “, cuando Cigarrito llega a visitarme con sus jeans pegaditos, sus botas y su melenuda cabellera castaña, las chibolas de la Redacción, al ver de espaldas a ese flaquísimo personaje, gritan ¡cuero!, pero cuando voltea y se le ve su rostro blanco, pálido y con mil arrugas y unos ojos inyectados y rojos de tantas amanecidas, gritan de espanto. Parece el retrato maltratado de Dorian Gray, el cuadro de la célebre novela de Oscar Wilde. Muchos periodistas jóvenes se equivocan con mi amigo, un veterano de mil batallas que se tuteaba con tres presidentes y recorría Palacio de Gobierno y las cámaras de senadores y diputados como si fuera su casa. Lo que pasa es que algunos jóvenes ven a todos los periodistas veteranos como unos borrachos, mujeriegos y ‘mermeleros’, pero no se puede generalizar. Cigarrito pertenece a esa época del periodismo donde no había horarios. Lo recuerdo llegando temprano con un tufazo y esos ojos rojos de la amanecida. En la camisa blanca tenía el beso de una boca voluptuosa, huella de alguna chica mala con la que pasó la noche.

El periodista tenía en su casillero toalla, champú, ropa interior, pantalones y sacos, además de colonia y máquina de afeitar. Se iba al baño y regresaba hecho un Dandy para llegar al Parlamento. Desde allí todo era primicia. No había internet, pero mi amigo enamoraba a la secretaria de algún senador y le brindaban servicio de fax y mandaba ‘pepas’ que eran portada, porque trataba a los políticos como si él fuera un cura. Pero le gustó mucho el poder y comenzó a aburguesarse y a gustarle los almuercitos en Palacio o con senadores y diputados. También repetía grandes frases. ‘Un periodista se hace en la calle, Gary, no lo olvides’. Primera gran enseñanza de Cigarrito. ‘Que tu novia o tu esposa te conozca trabajando en un diario. Así sabrá a qué atenerse. No tenemos horario ni manejamos nuestro tiempo. Si el director te dice: ‘Te vas en la noche a Iquitos’, te vas volando a tu casa a sacar tu maletita, le das un beso a tu hijita, a tu esposa y a trabajar’. Cigarrito tenía razón. Había una vez un redactor muy aplicado, pero casi se desmaya cuando le dijeron: ‘Te vas a Colombia al terremoto en Armero’. ‘No puedo ir, tengo que llevar todos los días a mi hijita al colegio’. Pucha, el inmenso director, un gringo bravo de bravos, le puso la cruz. No lo botó, pero lo mandó a cortar cables. Recuerdo que una vez cubrí el turno de madrugada. Llegué al diario y justo Cigarrito estaba con el operador de radio. ‘¡Gary, se acaba de caer un ómnibus en Pasamayo, más de treinta muertos! No llega nadie de Policiales, tú mismo eres’. Estaba cansado, pero fui. Horas después de llegar a la zona del accidente, nos fuimos a Huaral a recoger la hoja con la identidad de los fallecidos. Regresamos a Lima a las seis de la tarde, ni habíamos almorzado. Pero el director me felicitó y fue portada porque llegamos primero y con toda la información”. Pucha, ese señor Cigarrito fue un grande. Lástima que no guardó pan para mayo. Me voy, cuídense.

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