Me tomaba un trago con la hermosa Amy en el Maquisapa de Lince cuando de pronto recordé una emotiva travesía que hice, junto a mi reportero Andrés Zúñiga, a los escarpados cerros de Huarochirí. Un dato nos había llevado hasta allí: “Arriba, entre las rocas, hay el esqueleto de un niño”.

Todo comenzó con una casualidad. El 23 de julio de 2004, a la mesa de informaciones de Panamericana, comandada por el bravo Kevin Romero, llegó la información de la captura de un traficante de terrenos. Al parecer, lo tenían en el calabozo de la comisaría de Huarochirí. Entonces volamos hacia allá.

Al llegar, mi reportero ingresó a conversar con el comisario. Yo me quedé en la móvil, esperándolo, cuando alguien golpeó la luna del auto. Era un policía joven, gordito, bonachón, con los zapatos empolvados. Me preguntó si era periodista. Le dije que sí. Entonces comenzó a relatarme una historia que en un principio no me interesaba, pero igual lo escuché. “Señor, a la comisaría ha llegado un reciclador. Este sujeto camina por los cerros, por todos lados. Y en uno de esos recorridos, llegó a la comisaría con este documento (era uno viejo DNI)”.

De pronto, el suboficial soltó lo que para mí era una ‘pepita’ noticiosa. “Dice que allá, por esos cerros -señalaba la punta más alta- hay el cadáver de una persona. Y este documento es del finadito”. Sorprendido le pregunté por qué la policía no había ido a corroborar la denuncia. Y el muchacho me contestó: “No me hacen caso porque hay que caminar cerro arriba”.

Podía ser un mal dato o, en todo caso, una historia sorprendente. No es bueno quedarse con la duda. Por eso, con el documento en la mano, hallamos la dirección del personaje. Era un asentamiento humano a media hora. Guiados por un mototaxista llegamos hasta una chocita muy humilde. En estas circunstancias uno no sabe cómo actuar, solo queda ser humano.

De la casa salió un hombre mayor, casi anciano. Estaba con una chompita de lana, un jean desgastado y sandalias negras. Al vernos con la cámara y el documento de su hijo, sus ojos se abrieron como dos tapas de olla. Quedó mudo por unos minutos. Su silencio se rompió cuando preguntó: “¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está, papito?”.

Andrés Zúñiga es un periodista muy sensible. Sabe manejarse entre el respeto y la sobriedad. Al señor le respondió que un reciclador había encontrado el DNI al lado de un cadáver, por los cerros de Huarochirí.

LA PODEROSA IMAGEN DEL DOLOR DE UN PADRE

El hombre, totalmente impactado por la noticia, cayó de rodillas mientras apretaba contra su pecho el documento. Lloraba en silencio, con espasmos. Sus manos temblaban y humedeció el papel con sus lágrimas. En tanto, era consolado por los demás integrantes de su familia.

Minutos después, ya más tranquilo, sentados en una banquita dentro de su casa, el señor nos contó que su hijo había desaparecido hacía 11 años y que su cuerpo nunca fue encontrado. Curiosamente, ese día era su cumpleaños. Él guardaba fotos de su retoño y también guardaba la esperanza de volverlo a encontrar vivo.

De inmediato, informamos sobre el acontecimiento a nuestro jefe, José Vargas. “Armen una expedición para mañana mismo”. Y lo hicimos. Entonces nos acompañaron el padre del finadito y el reciclador que conocía la ruta. Eran 4 horas de caminata, por eso salimos a las 6 de la mañana, cuando todavía la niebla no dejaba ver bien y el frío penetraba nuestros huesos como cuchillos.

En cada paso, la cámara y el trípode que llevaba en mis hombros se hacían más pesados. Las piernas me temblaban. Subir aquel cerro ha sido una de las actividades más duras que recuerde. En cambio, el padre de la víctima iba a paso apurado, como quien está tarde para una cita. Nos animaba. “Vamos, papito, ya no falta mucho”. Saltamos rocas y bordeamos abismos. En el camino nos cruzamos con varios fumaderos y maleantes, cadáveres de perros y ratas que saltaban como plaga de grillos.

Al fin, a las 10 de la mañana, ya con el día más claro, el guía señaló con el dedo e hizo un anuncio que todos esperábamos: “Ahí es”.

Desesperado, el padre corrió, se tropezó con una piedra y cayó pesadamente. De inmediato se levantó y llegó hasta algo que parecía la entrada a una pequeña cueva. Allí se vio con el cuerpo de su hijo. Lo reconoció por la ropa. Tal vez su instinto de papá también se lo confirmó.

Entonces, de rodillas, comenzó a llorar. Luego rezó. Nosotros nos quedamos lejos, respetando su espacio. “Es mi hijo, papito. Lo he encontrado después de 11 años. Es él. Tiene su misma ropita”, dijo.

¿CÓMO SE LLAMA AL DOLOROSO HECHO DE PERDER UN HIJO?

Cuando un hijo pierde a un padre se queda huérfano, pero cuando un padre pierde a un hijo... eso no tiene nombre. Dicen, y espero nunca comprobarlo, que no existe dolor más profundo que la muerte de un hijo. Ese día, mientras grababa el reencuentro de un padre con su hijo muerto, no pude contener el llanto. Si el dolor tiene rostro, ese día lo grabé con mi cámara.

El cuerpo tenía un orificio de bala en la cabeza. Ya los roedores y demás carroñeros habían hecho lo suyo. Las prendes desechas cubrían el diminuto esqueleto. El hombre recogió el cadáver en un cajoncito de madera color blanco que había llevado. De inmediato iniciamos el retorno, que fue más fácil y silencioso.

Después de cinco años, el hombre me llamó al celular. “Hoy es cumpleaños de mi hijito. Si no hubiera sido por ustedes, yo aun no podría dormir en paz. Muchas gracias, señor”. Y esa noche con Amy, entre tragos, recordé aquella historia que paralizó al país entero.

Nos vemos el próximo martes, siempre en , salgo de comisión.

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