A propósito del reciente , recordamos un texto de José Llaja, quien fue el primer periodista en llegar a Ica después del terremoto del 2007. Allá pasó hambre, incertidumbre, miedo y durmió con un muerto.

José Llaja es un veterano del periodismo televisivo peruano. Sus 40 años de trayectoria, todos en Panamericana Televisión, lo hacen el camarógrafo más querido y respetado del gremio. Sus ojos -o mejor dicho, sus cámaras- han visto todas las escenas que un humano pueda imaginar. Maestro de periodistas peruanos de renombre, escribe en sus memorias, las que probablemente sean las semillas de su próximo libro. Empecemos:

Hay comisiones que nos cambian la vida. Un periodista jamás puede creer que un día será igual que el anterior. Entre cervezas y cigarros en el legendario ‘Maquisapa’ de la avenida Petit Thouars, un viejo maestro siempre me decía: “Eh, muchacho, lo único que debe permanecer intacto es la curiosidad”. Y yo se lo repito cada vez que puedo a los jovencitos que llegan al canal a iniciarse en esto del periodismo.

Pues bien, en esas estaba yo, creyendo que ese 15 de agosto de 2007 sería un día cualquiera. Manejaba mi ‘vocho’ rojo rumbo a casa por la Avenida San Felipe, en Comas, después de una pichanguita con los amigos. No había avanzado ni dos kilómetros, cuando de pronto observo a la gente gritando, arrodillada, corriendo como desquiciados. Abrazándose, rezando. No entendía.

Detuve mi ‘vocho’ y me bajé. Entonces sentí un remezón como nunca había sentido. Las piernas me temblaban como gelatina, las casas se sacudían, los postes de luz se movían ondeantes. Los celulares se bloquearon. Los gritos de las gentes venían de todos lados, como en el Estadio Nacional cuando Perú mete un gol. Era ensordecedor. Me dije: “Algo fuerte ha pasado en algún sitio”.

Llegué a casa y mis hijos lloraban, pero estaban bien. Les di un beso a cada uno y subí a mi habitación. No fue algo que calculé, sino que hice automáticamente: dentro de una mochila puse dos pantalones, dos pares de medias, una chompa y una frazadita. Atardecía.

La adrenalina hacía que mi corazón palpitara a la velocidad de una ráfaga de balas. Experiencia, instinto periodístico o sexto sentido, llámenlo como quieran, pero lo cierto es que sentía un olor a noticia y yo tenía que estar ahí.

Trepé a mi ‘vocho’ y enrumbé a lo que sería mi comisión más difícil, la que me hizo ver la vida de otra manera. La que todo periodista tendrá que cubrir en algún momento de su carrera. Y ese día a mí me tocó.

VIAJE AL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Anochecía cuando salimos de Lima. Cargué mi DV Cam Sony y en una misma móvil del canal viajé con mi hermano Miguel Espinoza y Gina Hernández. Manejaba Valeriano Riquelme.

No calculamos la magnitud de la tragedia sino hasta pasar el kilómetro 100 de la Carretera Panamericana Sur. Desde allí, la escena parecía digna de una película de guerra, como si cien misiles hubieran caído sobre esta hermosa costa del Perú: Las carreteras partidas, los puentes caídos. Las casitas de adobe que bordeaban la vía se habían hecho polvo. Todo esto era el anuncio de algo peor que pronto verían mis ojos.

En la entrada de la ciudad de Pisco, a unos 235 kilómetros al sur de Lima, el equipo se dividió. Yo me quedé en el puente San Clemente. Miguel y Gina continuaron hacia Ica.

Ya eran las 10 u 11 de la noche y estaba solo. Por fortuna una moto me llevó hasta la plaza de Pisco.

Apenas una luz tenue llegaba desde el cielo. Era la luna llena que alumbraba como una bombilla de 100 watts. Recuerdo que no había una sola casa en pie. La gente escarbaba entre los escombros para rescatar a su familia. Escarbaban con palas, con picos, con las manos. Con las uñas llenas de sangre escarbaban. Enloquecidos por la angustia, por la esperanza de encontrar a un sobreviviente. Y decían: “¡allá alguien pide auxilio!”. Y allá iban todos a quitar el desmonte y solo hallaban muerte. La escena se repetía en cualquier dirección a la que mirase.

Y los muertos eran colocados en los espacios libres. Y uno a esa hora de la noche debía caminar con cuidado. Calculando que en el siguiente paso no esté sobre un hombre, sobre una mujer o un niño aplastado por el adobe, una mano estirada, un pedazo de cabeza al aire. Disculpen si esta cruda descripción parece chocante, era la realidad.

Y encendí mi cámara. Y tenía 14 cintas. Empecé a grabar mientras lloraba. Pensaba en mis hijos, en mis sobrinos, en las mujeres de mi familia. En mi barrio. En la ferocidad de la naturaleza. Y miraba a esa gente, con la garganta seca de tanto gritar, con los ojos hinchados del llanto, con los dedos descarnados. Y me jaloneaban pidiendo ayuda: “alumbre acá, por favor, alumbre acá”. Iba recorriendo la pequeña ciudad de Pisco y el olor penetrante de la tierra llegaba a mis pulmones. Grabé toda la madrugada.

A la mañana siguiente del jueves, el panorama era desolador. Cientos de muertos rescatados de los escombros y acomodados unos tras otros en las calles como si de bolsas de cemento se tratasen. No había luz, no había agua, tampoco comida. Los helicópteros del Ejército Peruano sobrevolaban la ciudad destruida.

Las carreteras estaban bloqueadas y yo, con la cámara al hombro, seguí caminando. Empezaron los robos, los saqueos. Y los cuerpos seguían saliendo de los escombros, eran tantos y había tan poco espacio en las calles que los colocaban como rumas, unos sobre otros, en las tolvas de las camionetas.

Para la noche del jueves, dos días sin comer ni dormir, sentí que mi cuerpo no podía más. Ya las camionetas de los Bomberos y de la Policía habían llegado a Pisco. Yo había consumido casi la totalidad de mis cintas de video. Con la barba crecida, la ropa sucia y las baterías de mi cámara casi agotadas busqué un espacio para recostarme.

Casi al borde del colapso encontré una camioneta en la que reposaba un sujeto cubierto por una frazada. A su lado derecho había un espacio donde podía apoyarme y descansar un rato. No quise incomodarlo y subí a la camioneta con cautela, me eché y jalé un poco de su frazada. Sentí un jadeo suave, como si mi acompañante durmiera profundamente. Pensé que, al igual que yo, estaba sumamente agotado. Le dije buenas noches, le di la espalda y abracé mi cámara. Caí en un sueño profundo.

A la mañana siguiente, cuando despuntaba el sol, me levanté presuroso porque dos policías auscultaban a mi compañero de pernocte. Mientras reaccionaba de mi soñolencia vi cómo esos policías lo envolvían con la frazada. Lo cargaron y se lo llevaron. En su lado de la tolva dejó un charco de sangre que había humedecido parte de mi espalda. Estaba muerto.

Saber que había pasado la noche con un cadáver hizo que la piel se me estremeciera. A pesar del sol, un escalofrío hasta los huesos me hizo temblar del susto. Esa sensación no se me va hasta ahora, casi 14 años después, y creo que siempre estará ahí, como un fantasma que me acompaña.

Desde entonces no he podido dormir con tranquilidad. Hay noches en las que me despierto sobresaltado, creyendo que quien está al lado de mi cama es una persona sin vida, que hay un charco de sangre humedeciendo mi cama. Entonces, solo me queda rezar.

EPÍLOGO

El sábado al mediodía estaba de retorno a Lima. No tenía hambre. Apenas podía tomar unos calditos calientes. Al tocar la puerta de mi casa, salieron mis hijas, me abrazaron tan fuerte, con tanta emoción que me sentí vivo nuevamente. Así entendí, como les decía al principio, que en este oficio ningún día será igual que el anterior.

Nos vemos el próximo martes, siempre en , salgo de comisión.

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