. Se trata de un relato sin filtros, descarnado y duro sobre su vida. Sin duda, una historia de vida marcada por el reto de ser mujer y afrodescendiente.

ADELANTO EXCLUSIVO: Mujer Pública, el nuevo libro de Mónica Cabrejos. (Foto: Planeta)
ADELANTO EXCLUSIVO: Mujer Pública, el nuevo libro de Mónica Cabrejos. (Foto: Planeta)

Ha sido estigmatizada y cosificada, revela en su libro, el que considera el ‘más íntimo’. “La eterna división que envuelve el mito de la conducta femenina radica en la necesidad constante de etiquetarnos: eres buena o mala mujer. A diferencia de cómo se entiende esta polaridad en la conducta masculina —que para que se catalogue socialmente a un hombre como malo tiene que haber infringido la ley—, a nosotras las mujeres la maldad nos brota por los poros de la piel. Es necesario, por ello, estigmatizarnos, o asustarnos con esa posibilidad, como una manera de conjurarnos”, afirmó.

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El libro, de 157 páginas, tiene 13 capítulos, hoy publicamos en exclusiva uno, el que narra un episodio traumático de la autora a los 12 años.

VAGINA DE HULE

A los doce años no sabía cómo era una vagina. A decir verdad, comparada con las otras chicas, mis curiosidades sexuales despertaron un poco más tarde. Era el final de los ochenta, y si bien ya había tenido la menarquia, me sentía en el limbo entre convertirme en mujer o seguir siendo una niña: jugaba con mis muñecas, corría con mucha inocencia y andaba saltando por las calles con mi metro setenta y seis de estatura. Nunca había reparado en las diferentes tonalidades de la piel de una persona, entre su rostro y codos, piernas y antebrazos, y menos en los genitales. No estaba en mi radar mental pensar en sexos. Hasta que una mañana, cuando caminaba hacia el colegio, escuché detrás de mí el susurro de un hombre mayor, quien muy cerquita al oído me dijo que quería “chupar mi vagina de hule”. Sentí el vibrar de sus cuerdas vocales y salpicó una brisa de saliva tibia en mis lóbulos y aretes de plata 925 que mi madrina Norma me había regalado en mi último cumpleaños. Lo hizo tan cerca que el aire que exhaló movió uno de mis crespos. Supe inmediatamente que el peligro acechaba. Pero lo que realmente me estremeció fue el hecho de que mencionase mi “vagina de hule”. Continué mi camino al colegio, pero no pude borrar de mi mente aquella expresión. Suponía que todo mi cuerpo (incluida mi vagina) estaba hecho de lo mismo, o sea de tejido cutáneo, y si era así, ¿por qué había mencionado el hule y por qué la quería chupar?

Mónica Cabrejos remeció al mundo del espectáculo al revelar que fue víctima de abuso sexual en su libro “Mujer pública”. (Foto: @la_cabrejos)
Mónica Cabrejos remeció al mundo del espectáculo al revelar que fue víctima de abuso sexual en su libro “Mujer pública”. (Foto: @la_cabrejos)

Me habían criado en la cruda realidad objetiva, sin edulcorante. Cada parte del cuerpo tenía nombre y no usaba ningún diminutivo para hacerle referencia: vagina para designar los genitales femeninos y pene para los masculinos. Mi madre era una mujer muy realista y poco ortodoxa en sus formas. Antes de los cinco años me contó que Papá Noel no existía y que fuera sensata en elegir un único regalo en mi lista. Me enseñó a “pedir” para ir al baño para hacer el dos y orinar; así que desde que tengo uso de razón supe dónde estaba mi vagina y para qué servía, y a los doce años también sabía por qué este tipo me la mencionaba con ese tono de voz perverso. Lo que no sabía era por qué se había referido de esa forma a mi vagina. Pregunté entre mis compañeras de salón, las más confiables, y solo pude obtener respuestas parciales. Estudiaba el segundo año de secundaria en un colegio particular miraflorino. Un colegio particular que se mantenía en el negocio educativo con las matrículas y pensiones de todas las alumnas repitentes y expulsadas por mala conducta provenientes de los mejores colegios privados de Lima. En mi salón había chicas de hasta dieciséis años que calentaban carpeta e interrumpían el aprendizaje de otras —como era mi caso— que habían caído ahí por circunstancias económicas más que por bajo rendimiento. Justamente fue Liz, con dieciséis años —expulsada del dignísimo San Silvestre por fumar marihuana en el baño del colegio, y atreverse a ofrecerle una pitada a la profesora que la encontró—, quien nos explicó a qué se refería el sujeto cuando dijo “chupar tu vagina”; pero no supo dar respuesta para lo del “hule”. “Te quiere comer el coño, mongaza”, me dijo, y soltó una carcajada mientras se subía al lavamanos del baño de mujeres. Las que estábamos conversando nos reunimos a su lado esperando los detalles. Liz no era mi amiga, y solo unas cuantas veces habíamos cruzado palabras hasta ese día en que la libido de un desconocido nos volvió cercanas. Después de hacer un gesto con la lengua entre sus dedos pulgar e índice unidos simulando una vagina, empezó a interrogarme sobre quién me había dicho que me quería “comer el coño”, según sus propias palabras. No tuve más opción que contar el contexto en que se había producido, a pesar de estar más que avergonzada por creer, erróneamente, que yo lo había provocado de alguna manera.

A los doce años, si bien ya era muy alta para el promedio, aún mi cuerpo no había desarrollado del todo: seguía viéndome y sintiéndome como una niña. Me sentí responsable por provocar los bajos instintos de este señor que, en buena cuenta, podía ser mi padre o hasta mi abuelo. Pensaba que quizás el hecho de usar un formador que traslucía por la tela de mi raída camisa del uniforme escolar habría provocado tal frase. A partir de ese día, y durante todo ese año, pedí usar una camiseta blanca por debajo, fuese invierno o verano, pues pensaba que de ese modo nunca volvería a “provocar” un incidente similar. Liz se reía mientras gritaba que me había topado con un “pajero”, mientras hacía un gesto de agitación con la mano derecha. Decía que había muchos “pajeros” por las calles; incluso había uno que se detenía en la vereda de enfrente del colegio, exactamente frente al salón que estaba en clase; y si alguien se acercaba a él, este se tapaba con un periódico. Me quedé pasmada con el relato, no imaginaba siquiera todo lo que sucedía alrededor del colegio. Apenas éramos unas púberes como para estar expuestas a situaciones con tal carga sexual. Liz me advirtió que, si el sujeto me había dicho aquello de “chupar mi vagina de hule”, la siguiente vez que me lo volviera a encontrar quizás las cosas podían ponerse más agresivas; debía estar preparada para futuras situaciones similares. Pese a toda su experiencia, Liz no supo responderme por el hule. Cómo sería una vagina de hule y por qué precisamente mi vagina tenía que ser de hule. Este señor, qué extraño poder tenía que veía a una mujer y podía reconocer a través de sus ropas el material de su vagina. ¿Acaso no todas las vaginas son iguales? Hasta ese día no había tenido la mínima inquietud por conocer mi propia intimidad. Estuve tentada de ponerme frente a un espejo porque jamás me había visto ahí, ni siquiera por curiosidad. Apenas pasaba la mano de manera superficial durante la higiene personal. La curiosidad era intensa, pero aun así desistí y no llegué a observarme por temor a lo que iba a encontrar en mi “lugar privado”. Anduve preguntando por aquí y por allá qué era el hule, qué apariencia tenía, qué cosas podían ser de hule y sus derivados; mientras comparaba en mi mente mi vagina con el mantel de la mesa de la cocina. Tocaba, olía y observaba cada objeto de hule con la intención de hallar la posible similitud.

Estaba tan obsesionada con entender la razón que existía en la correspondencia entre el deseo de un hombre de “chupar mi vagina” y que la misma fuera de hule que creé un juego de palabras para que todos los adultos de mi entorno me mencionasen algún objeto hecho de hule. Mi intención era encontrar la relación entre ambas palabras. Pelotas, juguetes, platos, botas, llantas, el patito de baño de mi sobrina, muñecas, botellas y más. Ninguno de los interrogados mencionó una vagina y, por supuesto, tampoco hice comentario alguno sobre lo que me había sucedido. Tal como me había advertido Liz, el sujeto a quien le gustaba amenazar con “chupar vaginas” tenía el agravante de que su acto fuera perpetrado exclusivamente a niñas y adolescentes en la calle. “Las eligen porque son menos capaces de defenderse ante una situación así”, me advirtió Liz, y luego me dijo que enfrentarlo con valor —y con palabras soeces— era la mejor manera de protegerme.

“No ha sido fácil escribir ni publicar este libro... tenía temor de la reacción de la gente", señaló Mónica Cabrejos. (Foto: Instagram @la_cabrejos)
“No ha sido fácil escribir ni publicar este libro... tenía temor de la reacción de la gente", señaló Mónica Cabrejos. (Foto: Instagram @la_cabrejos)

No tardó más que algunos días para que se repitiera la escena. Cuando me percaté de que él venía en sentido contrario a mí, ya era demasiado tarde: muy cerquita al oído volvió a decirme que quería “chupar mi vagina de hule”. Me habló tan cerca que salpicó una brisa de saliva tibia en mis aretes de plata. Otra vez estuvo tan cerca que el vibrar de sus cuerdas vocales hizo que el aire que exhaló moviera mi cabello. Supe inmediatamente que el peligro acechaba otra vez, pero lo que me removió, lo que antes me había paralizado y en esta ocasión despertaba mi rebeldía, era el hecho de que nuevamente hubiese mencionado mi “vagina de hule”. No soporté más y lo encaré tal como me había enseñado Liz, mi compañera de colegio, con la esperanza de que mi miedo desapareciera. Le grité con mucha ira y determinación todas las lisuras que estaban en mi vocabulario adolescente. Le recriminé el hecho de molestarme y, sobre todo, le pregunté a gritos qué carajo era la “vagina de hule”. Todo cobarde acosador sabe que la discreción y el perfil bajo son sus mejores herramientas para poder seguir hostigando a sus víctimas. Mientras él trataba de ignorar mis gritos y seguir su camino fingiendo desconocer el porqué de mi actitud, era yo quien lo perseguía después de cambiar mi rumbo. Era yo quien le gritaba tan cerca al oído que tengo la seguridad de que pudo sentir el sabor de la avena con manzana que había desayunado aquel día. Le increpaba su falta con determinación, y la gente que iba con premura por la calle empezaba a mirar con curiosidad. Algunos detuvieron su marcha, pero entonces él argumentaba que yo estaba loca y confundida por gritarle sin razón. Nunca detuvo su caminar, hasta que pregunté por qué decía lo de la vagina de hule. Ya habíamos avanzado más de cien metros y la gente, después de saciar su morbo, volvió a su habitual indiferencia. El tipo se aseguró de que nadie más pasaba en ese momento por la calle y me susurró nuevamente al oído, en venganza por haberlo avergonzado: “Le metería la lengua a tu vagina rica, negra como el hule”. Y al hacerlo miró hacia los neumáticos de un auto estacionado a la orilla de la pista. Me quedé pasmada. Ya no sentía ira, sino repulsión y una mezcla de humillación y rebeldía. Le escupí en la cara y volví a mi rumbo en dirección al colegio. Inevitablemente, las lágrimas empezaron a deslizarse por mis mejillas mientras yo me decía, tratando de consolarme, que hubiese preferido no saber a qué se refería con aquello de mi vagina de hule. La vagina y el hule. Mi vagina negra como el hule. Oscura, brillante e impermeable. Cuando en 1939 Charles Goodyear dejó caer por accidente una mezcla de caucho y azufre sobre una estufa caliente, se produjo un avance clave en la industria: acababa de “inventar” la vulcanización, la cual permitía que el caucho fuera inmune al agua y —a una exposición no prolongada— al fuego. Lo que sin duda el inventor de Boston jamás imaginó fue que su aporte a la ciencia podría ser usado varias décadas después para degradar a una mujer afrodescendiente. Me tardó años entender taras sociales como el sexismo y la discriminación racial. Me sentía disminuida por ser mujer y por ser hija de una negra. Ser una mujer afrodescendiente ha ayudado a alimentar el estereotipo que pesa sobre mí. Y es que existe una pesada carga sexual sobre las personas afro, sean hombres o mujeres.

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Los hombres tienen fama de tener penes gigantes y las mujeres de ser sexualmente insaciables. Como si el color de la piel pudiese definir la alegría hormonal, la conducta sexual y la libido de alguien. Mientras que las mujeres blancas en mi país son consideradas “chicas bien”, decentes por añadidura, las mulatas y las mestizas somos elegidas en el imaginario popular para la diversión. Siempre me han catalogado como morena gozadora, negra ardiente y vagina de hule. Antes creía que, al menos indirectamente, las mujeres propiciábamos estas situaciones. Al menos eso me hicieron creer, pero con los años aprendí que no es así. El acoso sexual en las calles tiene que ver con conductas aprendidas y necesidad de validación de los hombres más inseguros y maleducados de una sociedad. Generalmente, los hombres enseñan a otros hombres conductas como silbar, susurrar, frotar o tocar sin consentimiento a las mujeres. La razón: mera diversión, existe un goce en el sometimiento del otro cuando este es más vulnerable. Mientras que a las mujeres jamás se nos enseñó a defendernos: nos crían para ser princesas y no guerreras. Cuando llegué al colegio les conté lo que me había sucedido con el tipo en nuestro segundo encuentro. Detallé con minuciosidad los pormenores de los insultos, el escupitajo y las barbaridades que me dijo el sujeto. La ropa que llevaba puesta, el lugar exacto donde lo vi y todo lo que mi memoria podía reproducir. Mientras mi excitación desbordaba dando cuenta de los detalles, escuché una severa voz que criticaba mi mal proceder. La auxiliar había estado escuchando todo y recriminó mi conducta aduciendo que “pase lo que pase en la calle, las señoritas deben comportarse como damas y no como unas placeras sin educación”. Me defendí con argumentos de peso. Sin embargo, no hubo razón, según su criterio, para manchar el buen nombre del colegio.

Fui llevada a la dirección. Y entonces volví a sentir miedo. Después de todo, yo era una alumna con beca completa, y una indisciplina podía hacer que perdiera el beneficio. Eso significaba perder el año escolar y que mi madre me moliera a golpes. Con algo de suerte y el buen criterio de la directora salvé mi cabeza, pero a cambio tuve que quedarme algunas tardes a colaborar con el orden de la biblioteca. Nunca me quedó claro por qué tendría que ser castigada si solo actúe para defender mi dignidad, la misma que este sujeto pretendía despojarme con su conducta ofensiva. Interrumpir mi camino, invadir mi espacio personal, susurrarme al oído esa vulgaridad, trastocar mi inocencia. ¿En serio pretendían castigarme por intentar defenderme? Nunca más volví a cruzarme con ese sujeto, pero a lo largo de los años me he topado con muchas situaciones similares en las que casi siempre he sido criticada por defenderme. El acoso es una de las peores formas de violencia contra la mujer porque es la más cotidiana, la común, la que se disfraza de halago para rebajarnos y transgredir nuestro espacio individual frente a la mirada indiferente —ciertamente hoy un poco menos que antes— de la sociedad.

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