Blanca Varela. (Foto: Archivo GEC)
Blanca Varela

El Día de la Madre se celebra este domingo 12 de mayo y es probable que no exista un regalo tan especial e inusual que buscar un poema y presentarlo ante la persona que nos dio la vida.

En la siguiente nota se recopilan cinco poemas de cinco autores peruanos — Carlos Oquendo de Amat, Antonio Cisneros, Blanca Varela, Abraham Valdelomar y César Vallejo — que tienen como temática central la figura materna.

“Madre” de Carlos Oquendo de Amat —
En “5 Metros de Poemas” (1929)

Tu nombre viene lento como las músicas humildes
y de tus manos vuelan palomas blancas
Mi recuerdo te viste siempre de blanco
como un recreo de niños que los hombres miran desde aquí distante
Un cielo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura
A tu lado el cariño se abre como una flor cuando pienso
Entre ti y el horizonte
mi palabra está primitiva como la lluvia o como los himnos
porque ante ti callan las rosas y la canción

“Una madre habla de su muchacho” de Antonio Cisneros — En “Crónica del niño Jesús de Chilca” (1981)

Es mi hijo el menor. El que tenga ojos de ver no tenga duda.
Las pestañas aburridas, la boca de pejerrey, la mismita pelambre del erizo.
No es bello, pero camina con suma dignidad y tiene catorce años.
Nació en el desierto y ni puede soñar con las caladrias en los
cañaverales.
Su infancia fue una flota de fabricantes de harina de pescado atrás
del horizonte.
Nada conoce de la Hermandad del Niño.
La memoria de los antiguos es un reino de locos y difuntos.
Sirve en un restaurant de San Bartolo (80 libras al mes y dos platos
calientes cada día).
Lo despido todas las mañanas después del desayuno.
Cuando vuelve, corta camino entre las grúas y los tractores de la
Urbanizadora.
Y teme a los mastines de medianoche.
Aprieta una piedra en cada mano y silba una guaracha. (Ladran los
perros.)
Entonces le hago señas con el lamparín y recuerdo como puedo las
antiguas oraciones.

“Casa de cuervos” de Blanca Varela — En “Ejercicios materiales” (1993)

porque te alimenté con esta realidad
mal cocida
por tantas y tan pobres flores del mal
por este absurdo vuelo a ras de pantano
ego te absolvo de mí
laberinto hijo mío
no es tuya la culpa
ni mía
pobre pequeño mío
del que hice este impecable retrato
forzando la oscuridad del día
párpados de miel
y la mejilla constelada
cerrada a cualquier roce
y la hermosísima distancia
de tu cuerpo
tu náusea es mía
la heredaste como heredan los peces
la asfixia
y el color de tus ojos
es también el color de mi ceguera
bajo el que sombras tejen
sombras y tentaciones
y es mía también la huella
de tu talón estrecho
de arcángel
apenas pasado en la entreabierta ventana
y nuestra
para siempre
la música extranjera
de los cielos batientes
ahora leoncillo
encarnación de mi amor
juegas con mis huesos
y te ocultas entre tu belleza
ciego sordo irredento
casi saciado y libre
con tu sangre que ya no deja lugar
para nada ni nadie
aquí me tienes como siempre
dispuesta a la sorpresa
de tus pasos
a todas las primaveras que inventas
y destruyes
a tenderme -nada infinita-
sobre el mundo
hierba ceniza peste fuego
a lo que quieras por una mirada tuya
que ilumine mis restos
porque así es este amor
que nada comprende
y nada puede
bebes el filtro y te duermes
en ese abismo lleno de ti
música que no ves
colores dichos
largamente explicados al silencio
mezclados como se mezclan los sueños
hasta ese torpe gris
que es despertar
en la gran palma de dios
calva vacía sin extremos
y allí te encuentras
sola y perdida en tu alma
sin más obstáculo que tu cuerpo
sin más puerta que tu cuerpo
así este amor
uno solo y el mismo
con tantos nombres
que a ninguno responde
y tú mirándome
como si no me conocieras
marchándote
como se va la luz del mundo
sin promesas
y otra vez este prado
este prado de negro fuego abandonado
otra vez esta casa vacía
que es mi cuerpo
a donde no has de volver.

“El hermano ausente en la cena pascual” de Abraham Valdelomar — En “Las voces múltiples” (1916)

La misma mesa antigua y holgada, de nogal,
Y sobre ella la misma blancura del mantel
Y los cuadros de caza de anónimo pincel
Y la oscura alacena, todo, todo está igual…
Hay un sitio vacío en la mesa hacia el cual
mi madre tiende a veces su mirada de miel
y se musita el nombre del ausente;
pero él hoy no vendrá a sentarse en la mesa pascual.
La misma criada pone, sin dejarse sentir,
la suculenta vianda y el plácido manjar;
pero no hay la alegría ni el afán de reír
que animaran antaño la cena familiar;
y mi madre que acaso algo quiere decir,
ve el lugar del ausente y se pone a llorar…

LXV de César Vallejo — En “Trilce” (1922)

Madre, me voy mañana a Santiago,
a mojarme en tu bendición y en tu llanto.
Acomodando estoy mis desengaños y el rosado
de llaga de mis falsos trajines.

Me esperará tu arco de asombro,
las tonsuradas columnas de tus ansias
que se acaban la vida. Me esperará el patio,
el corredor de abajo con sus tondos y repulgos
de fiesta. Me esperará mi sillón ayo,
aquel buen quijarudo trasto de dinástico
cuero, que para no más rezongando a las nalgas
tataranietas, de correa a correhuela.

Estoy cribando mis cariños más puros.
Estoy ejeando ¿no oyes jadear la sonda?
¿no oyes tascar dianas?
estoy plasmando tu fórmula de amor
para todos los huecos de este suelo.
Oh si se dispusieran los tácitos volantes
para todas las cintas más distantes,
para todas las citas más distintas.

Así, muerta inmortal. Así.
Bajo los dobles arcos de tu sangre, por donde
hay que pasar tan de puntillas, que hasta mi padre
para ir por allí,
humildóse hasta menos de la mitad del hombre,
hasta ser el primer pequeño que tuviste.

Así, muerta inmortal.
Entre la columnata de tus huesos
que no puede caer ni a lloros,
y a cuyo lado ni el destino pudo entrometer
ni un solo dedo suyo.

Así, muerta inmortal.
Así.

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