se considera un privilegiado de vivir cerca del mar. La Costa Verde no me fue ajena cuando vivía en la frontera entre Lima y Callao, por la Ciudad Universitaria de San Marcos, en la mítica Unidad Vecinal de Mirones. La semana pasada les contaba que de niños tomábamos los ómnibus de la Colonial para llegar hasta Cantolao, en La Punta, con sus aguas heladitas y sus piedritas redondas. Pero de adolescentes, a inicios de los 80, nuestro destino era la Costa Verde.

Mi viejo no tenía carro y paraba trabajando de sol a sol en una fábrica transnacional. Mi viejita sacaba de su diario para pagar nuestro boleto de micro, el verdecito con crema, la línea 20, que hasta ahora existe y arrancaba en Tingo María y se iba por el Centro, La Victoria, Lince, San Isidro, Miraflores, Barranco y Chorrillos. Su último paradero era en la esquina de ‘La cancha de los muertos’, donde antes jugaba el Deportivo Municipal. Efectivamente, si queríamos llegar a La Herradura rápido, arriesgábamos la vida cruzando el tétrico túnel y corríamos el peligro de ser atropellados por los carros o atacados por los murciélagos que habitaban en sus techos.

Lo bueno era que te ahorrabas un vueltón, que significaba irse por la pista que comenzaba en el Club Regatas y bordeaba los acantilados donde, por unas monedas, un suicida empleado a destajo del restaurante ‘El salto del fraile’ se lanzaba a las fieras olas. En La Herradura, que tenía arenita fina, carpas, tablistas y bellezas espectaculares, había un lugar, el ‘Curich’, donde comprábamos inolvidables cremoladas de fresa, guanábana y unas ricas hamburguesas.

Para llegar a esta playa, definitivamente ‘rompíamos el chanchito’ o pedíamos propinas a tíos, padrinos y hasta cogíamos algún sencillo que encontrábamos en la máquina de coser de mamá o el terno de papá. Era para una buena causa. A los quince años éramos sanos. No existían los celulares. Para enamorar a una chica la mirabas a los ojos, no le mandabas un ‘wasap’ con un corazoncito. Las cartas escritas a mano eran el WhatsApp de mis tiempos.

En esas incursiones a la playa, corríamos olas gritando ¡¡huecooooo!!, y nos colocábamos en un ‘point’ donde ponían música de moda. Se iniciaban los 80 y la ‘New Wave’, llegada desde Estados Unidos, inundaba las radios. ‘Idaho privado’ o ‘Fiesta sin límites’, de ‘The B-52s’, reinaban junto a ‘Rapture’, ‘One Way or Another’, de Blondie. Nunca imaginé que, treinta años después, vería a ambos grupos en sendos conciertazos en Lima. Los ingleses también la rompían en las radios. ‘She’s So Cold’, de The Rolling Stones, ‘Pass the Dutchie’ (‘Paso a la diversión’, la llamaron las radios) de Musical Youth, un grupo de morochitos londinenses tipo Menudo, que la rompieron en las radios y en las playas. Rod Stewart, Daryl Hall y John Oates, o John Cougar, se escuchaban en los parlantes de los locales. Era un ambiente zanahoria.

La malograda comenzaría un par de años después, cuando algunos malos generales de la Policía de Investigaciones se convertirían en socios de narcotraficantes como Reynaldo Rodríguez López, ‘El Padrino’, o de los narcos colombianos que operaban en Uchiza y toda la selva central. Ellos surtirían de droga a los jóvenes miraflorinos, los reyes de las discotecas pitucas, los ‘chicos malos’ del Clan Calígula, que tuvieron un final trágico. Pero me quedé corto. La otra semana continúo con las playas de Barranco y el ‘boom’ del rock en castellano. Apago el televisor.

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