Este , ahora que hay un y veo a los muchachos con sus mochilas dispuestos a ir en avión a alguna playa del norte con tarifas aéreas baratitas, o en buses que tienen pantallas de TV individuales con internet, se pone a pensar y recordar esos viajes de adolescente a lugares que eran cercanos a Lima, pero que en esos tiempos no los conocía nadie ni eran destinos turísticos como ahora. Cuando los profesores del hoy emblemático ‘Hipólito Unanue’ nos dijeron que nuestro viaje de promoción iba a ser a la mítica Paracas, pero con una parada de dos días en Lunahuaná, todos dijimos: ‘¿Qué es eso? ¿Luna qué?’. 

Creo que ni aparecía en el mapa. ¿Quién iba a pensar que hoy sería una atracción turística de primer orden en el sur chico de Lima? El mejor. Allí voy con mi hija a hacer canotaje, manejar cuatrimotos, montar a caballo o realizar el adrenalínico ‘canopy’, alojándome en hoteles con piscina y embarcadero de río, uno cristalino donde hay camarones y truchas y donde puedes degustar los más variados licores, vinos, piscos de chacra, así como las mejores paltas y frutas, como el níspero. Esa vez llegamos a Lunahuaná, a finales de los setenta, los palomillosos muchachos de la promoción del 5° A. No había carretera, sino una trocha carrozable, polvorienta y nos recibieron con bandas de música. 

El alcalde condecoró a los profesores Velazques, el ‘Fanfarrón’ de Historia, y Zacarías -el bueno- de Geografía. Había un colegio nacional mixto que tenía una cancha de fútbol más polvorienta que el Telmo Carbajo. “Allí jugarán contra la selección de Lunahuaná. Ya apostamos con el profe Zacarías contra los profesores del colegio. Si pierden me los jalo y les caerá la maldición china”, nos amenazó Fanfarrón. Pero mis amigos estaban confiados. El Chato Ramírez -hoy reputado psicólogo- era un goleador temible, Lucho Rivadeneyra impasable en la defensa junto al gigantón Mario ‘Maya’ Campos. En la volante el Chino Miyahira tenía tres pulmones.

Debíamos ganar hasta cojos, pero sucedió algo imprevisto. El ‘Loco’ Messia y Patiño llegaron extasiados del mercado. “Hemos descubierto un elixir maravilloso, se llama ‘cachina’. ¡Está baratísima!”, dijeron. Esa tarde hicimos una gran chancha y sendas damajuanas de cachina fueron almacenadas en la carpa de los más pendencieros del aula: Rivadeneyra y su lugarteniente, el enigmático ‘Chino’ Villanueva. En la noche, cometimos un gravísimo error, al mismo estilo de Kukín Flores. Nos escapamos con las chicas candidatas al reinado de belleza del colegio a un tono en una chacra vecina, donde corrió cachina por torrentes como si fuera el río Cañete. 

Después de dejar bien al colegio con las chicas, llegamos a nuestra carpa y Messia ya había destapado diez damajuanas. No sabíamos lo endemoniadamente trepador que era ese trago, que pasaba tan dulcesito. Nos volvió locos. Solo el chancón del grupo, el hoy médico anestesiólogo ‘Gordo’ Miguel Pariona, no tomó porque estaba leyendo sus revistas de Playboy, pero él contó todos los desmanes cometidos, incluida una emboscada a la carpa de los profesores, que dormían como bebitos. Nadie reveló quién sacó las estacas de su carpa ni quién lanzó las damajuanas vacías a sus cabezas. En la mañana, once resaqueados daban pena en el campo, pero los locales solo ganaban uno a cero. 

Para nuestra suerte, el réferi era el profesor ‘Fanfarrón’, que parecía un árbitro comprado por la mafia de la FIFA de Joseph Blatter. No cobraba nada a los locales. Iban uno a cero y ya se jugaban noventa y cinco minutos y no terminaba el partido. Los pobladores, alumnos y docentes de la zona le recordaban a su madrecita: ‘¡Pita, ‘Fanfarron’ conch...!’. Nunca un partido había durado cien minutos, y hubiera durado más, de no ser porque el Chato Ramírez fusiló al arquero desde fuera del área y con ese gol el visitante se llevaba la Copa. 

Hasta ‘Fanfarrón’ gritó el gol y dio por finalizado el partido. Nos fuimos de la cancha al bus. Pero antes, el profesor cobró su plata de la apuestita. En el ómnibus gritó: “Ahora a Lima, olvídense de Paracas. ¡Dígamme quién compró la cachina y quién lanzó la damajuana en mi cabeza!”. Algunos lloraban hipócritamente. “Ponciano -gritó el profesor-, regresa al sur. Por esta vez los perdono, pero si veo eso que se llama cachina en alguna mochila, les saco el alma y nos regresamos a Lima. ¡Voy a cerrar los ojos!”, amenazó. Ni bien los cerró, cinco damajuanas del infame brebaje salieron volando por las ventanas. Enrumbamos felices a Paracas, aunque esa ya es otra historia. Apago el televisor.

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