El cementerio de Nueva Esperanza es un gigantesco camposanto de más de 60 hectáreas. (Foto: EFE)
El cementerio de Nueva Esperanza es un gigantesco camposanto de más de 60 hectáreas. (Foto: EFE)

Este Búho sabe que muchos estarán hoy resaqueados después de las celebraciones de Halloween y el Día de la Canción Criolla, pero nadie dejará de celebrar el Día de los Muertos, donde la muerte se convierte en una fiesta y donde el cementerio se transforma en una tómbola de luz, música y color, pero ninguno como el de Virgen de Lourdes, de Villa María del Triunfo, más conocido como el de Nueva Esperanza, que alberga más de un millón de nichos, por lo que se prevé que más de tres millones de familiares acudirán a visitar a sus muertitos.

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La primera vez que escuché hablar de ese cementerio fue por boca de José Matos Mar, autor de un libro clásico en las Ciencias Sociales: ‘Desborde popular y crisis del Estado’ (1984). Si ‘El otro sendero’, de Hernando de Soto, Mario Ghibellini y Enrique Ghersi, fue la cara brillante de un estudio sobre el nuevo rostro del país, ‘Desborde popular...’ fue el sello, pero el más lúcido y primigenio.

El ‘Viejo’ Matos, antropólogo, mentor de toda esa gran generación de talentosos investigadores del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), descubrió lo que era evidente, pero que nadie se atrevía a conceptualizar. Lima ya no era la capital a la que cantó Chabuca Granda, la de Barranco y el Puente a la Alameda. De los cerros bajaban para cantarle al migrante el grupo Celeste, Chacalón, Vico y su grupo Karicia, Pintura Roja, Los Shapis, el Jilguero del Huascarán y la Pastorita Huaracina y vendían un millón de discos; la ropa no se compraba en los grandes almacenes, sino en el emporio de ‘Gamarra fashion’.

Por esa época -inicios de los ochenta- tuve el privilegio de entrevistar al ‘Viejo’ Matos. Me dijo algo que nunca olvidaré. “Joven, el ‘desborde’ se ve en muchos aspectos. Vaya al cementerio de Nueva Esperanza, en Villa María, es el más bonito del Perú, sus tumbas están en andenes y allí no se llora, sino se baila y se toma al pie de la tumba del difunto. Eso nunca lo vas a ver en el cementerio El Ángel”.

Salí de la entrevista directo a ver a Anita, la chica sanmarquina de la que estaba enamorado y que ¡justamente vivía en Nueva Esperanza! “¿Anita, si no es mucha molestia, podría conocer el cementerio de tu barrio?”, le pregunté. Primero puso cara de intrigada, ¿a razón de qué un chico de Mirones que vivía a ocho cuadras de San Marcos quería hacer un ‘viaje interprovincial’ hasta Nueva Esperanza. Pero al ver mi cara seria, ella también se preocupó y me lanzó otra interrogante: “¿por qué quieres ir?”. Le respondí: “Es que dicen que es el más lindo del Perú... como tú... comprenderás”. Se puso roja.

Creo que ese domingo, cuando llegamos al cementerio, comprendí a mi país. Vi en vivo y en directo eso que el entrañable José María Arguedas denominó ‘un país de todas las sangres’. Las cervezas llegaban en camionadas, al hombro, en triciclos, ingresaban por los cerros. Las miles de tumbas, todas de provincianos migrantes, no solo las llenaban de flores. Los familiares bebían cantidades navegables de cerveza y las bandas de música andina ponían un marco de fiesta. Los ayacuchanos con sus arpas, los puneños con sus zampoñas y pututos.

Ana era para mí una guía, como la inolvidable Beatriz, quien guio a Dante Alighieri en ‘La Divina Comedia’. En cada tumba nos invitaban chelas. Una de ellas estaba recontra mojada. Es que cada vez que tomaban, le tiraban un vaso al difunto. Al ver mi asombro, la viuda me dijo a manera de disculpa: “Joven, es que mi esposo era bien borrachito, por eso le echamos bastante traguito”.

Lo más increíble fue lo que me indicó Ana: “¿Ves esa tumba donde hay un cuadro...?”. Sí la veía, era alucinante la pintura que se vislumbraba a lo lejos, ¡era un niño! “Es mi hermanito. El enamorado de mi hermana, que estudiaba en Bellas Artes y hoy es un famoso pintor que vive en París, le hizo un retrato”, me dijo. La tumba era impresionante y fue abridora en todos los reportajes en diarios y revistas, porque cada Día de los Muertos volvía a visitar ese cementerio en comisión periodística.

El cementerio no solo era atracción para grandes, sino para chicos, porque a la entrada se había instalado un parque de diversiones con juegos mecánicos, sillas voladoras, montañas rusas, carrusel de caballitos, el castillo del terror, eran el delirio de los chiquillos, para los que asistir al cementerio era una experiencia divertida.

También, mucho antes de Mistura, en Nueva Esperanza se organizaba una gran feria gastronómica: pachamancas, cuy frito, chactado, caldos de cabeza, gallina, patasca, chicharrones, tallarines con chanfainita, adobo de chancho, truchas fritas, en su mayoría potajes andinos. Una famosa canción dice: ‘La vida es una tómbola tontontómbola...’. En el cementerio de Nueva Esperanza la muerte es una tómbola. Apago el televisor.

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