Este Búho se conmovió con el Soy hijo, padre y hermano, y me pongo en la piel de esos cinco personajes que con mucha entereza decidieron contar a este diario la vida que vivieron en una Venezuela asaltada por la inflación, el hambre, la falta de trabajo, la delincuencia y la corrupción. Fueron la voz de cientos de miles de profesionales que huyeron de un país carcomido hasta las tripas por la dictadura chavista, que bajo un modelo comunista se dedicó durante dos décadas a detonar la economía nacional, generando escasez y desempleo.

En el informe, los cinco llaneros recordaron a la Venezuela próspera, generosa, en donde, trabajando honradamente, un profesional o un obrero podía comprarse su casita o su auto, además de poder brindarle una educación de calidad a sus hijos. Y en donde se podía hacer viajes familiares en las vacaciones y salir a comer los fines de semana. Por supuesto, una vida que cualquier ciudadano trabajador se merece. Pero esos ya son recuerdos que hoy los venezolanos asentados en Perú traen a la memoria con nostalgia. Muchos, o la gran mayoría, ahora ejercen de operarios de limpieza, de choferes, de vendedores ambulantes, de lo que sea. Su situación en Perú es precaria, aunque mucho mejor que en su país. La mayoría apenas gana el sueldo mínimo y con ello deben pagar habitación, alimentos y los servicios básicos, pero, sobre todo, enviar remesas mensuales a quienes todavía siguen resistiendo en su patria.

A pesar de la precariedad, aseguran, aquí tienen más oportunidades para desarrollarse, para trabajar, para sobrevivir. Es dramático el relato de la joven médica cirujana, quien reveló que el principal motivo de su migración fue su crecimiento profesional. Allá, una especialización es imposible de costear, el sistema de salud es una desgracia y las oportunidades laborales son nulas. Sin contar que el sueldo de un profesional de la salud puede bordear los 30 dólares mensuales.

También es conmovedor el testimonio de Oswaldo Ydrogo, un licenciado en administración que con su sueldo podía darse el gusto de viajar constantemente al extranjero, comprarse la ropa que le gustara y comer donde quisiera. Debido a la inflación, en pocos años su sueldo empezó a servir cada vez menos, hasta el punto de alcanzar apenas para un kilo de harina. Aquí es chofer de una empresa de fumigación, pero también vendió tizana, peló pollos e hizo taxi.

La ingeniera industrial Joselyn Ramos, otro personaje del informe, contó que para poder adquirir alimentos tenía que hacer una cola de dos días y muchas veces esa espera era en vano, pues los productos escaseaban. En Perú ha vendido pollo broaster y ropa. Apostillar sus documentos en Venezuela costaba tanto que prefirió migrar sin hacerlo, por eso aún no puede ejercer.

Decía que soy padre. Sí, de dos hijos, y ni en mis peores pesadillas espero verlos en una situación como la que hoy afrontan los migrantes venezolanos. Lejos de casa, de los amigos, de las costumbres, de los lugares en donde crecieron, en donde estudiaron, en donde jugaron. En donde fueron felices.

Por eso cualquier político que amenace con restringir las libertades de una nación debe ser mirado con sospecha, sea quien sea. A pesar de que luego finja moderarse. Hay que detectarlos pronto para no repetir la historia venezolana, la que empezó con un político que juraba que iba a respetar la democracia, la libertad de expresión, que ‘invitaba’ a invertir a los ‘amigos empresarios’ y finalmente llevó a un país a la ruina. Y son los más pobres los que más sufren.

Apago el televisor.


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