Este recibe correos de jóvenes lectores preocupados por el reciente ataque de misiles iraníes a bases militares que albergan soldados norteamericanos en Irak. Esto, en represalia por el asesinato del poderoso general iraní Qasem Soleimani, al que le cayó una bomba lanzada desde un dron. ‘Búho, ¿en qué momento Irán le hizo la cruz del anticristo a la superpotencia estadounidense?’, me preguntan. Este columnista tuvo que ingresar al túnel del tiempo.

Año 1978. En ese año, Irán -paradojas de la vida- era el principal aliado de Estados Unidos en Medio Oriente. Gobernaba con mano de hierro al país, cuna del otrora poderoso Imperio Persa, el autócrata Mohamed Reza Pahlevi y el punto culminante de esa fructífera amistad fue el viaje del presidente Jimmy Carter, ese año, a Teherán. Allí recibió grandes homenajes. Carter dijo en el brindis de honor: ‘Irán es una isla de estabilidad en una de la zonas más conflictivas del mundo. No hay ningún otro líder por el que sienta mayor gratitud y admiración’. Sin embargo, el monarca, que pretendía modernizar a la manera occidental y a la fuerza a una población mayoritariamente practicante de la religión musulmana, se mantenía en el poder gracias a un estado policíaco que encerraba a miles de opositores en las mazmorras bajo torturas de los esbirros del SAVAK, el siniestro servicio secreto, mientras que a los líderes religiosos, como el Ayatolá Jomeini, los mantenía en el exilio. Por eso, solo un año después, ni la feroz represión, ni el apoyo de la CIA, pudo evitar la Revolución Islámica, el 16 de enero de 1979, que obligó a Reza Pahlevi a huir del país en un avión repleto de lingotes de oro, tantos que tuvo problemas para despegar por el exceso de peso. Lógicamente, recibió la hospitalidad de Estados Unidos.

Al instaurarse la República Islámica, vía referéndum, un tribunal condenó a muerte por la horca a Pahlevi, atribuyéndole crímenes de lesa humanidad y exigieron a los norteamericanos que lo extraditaran. Carter se opuso, entre otras razones, porque el exmonarca sufría de cáncer terminal (moriría en julio de 1980, en El Cairo, Egipto).

Pero antes, el 4 de noviembre de 1979, una manifestación de universitarios radicales, frente a la embajada de Estados Unidos, culminó con la invasión y ‘toma’ de la misma, donde tuvieron de rehenes a 66 diplomáticos, en una crisis que se prolongó por 444 días de cautiverio, hasta enero de 1981, estando ya Ronald Reagan como presidente. La toma de rehenes dio pie a una notable película que ganó el Oscar, ‘Argo’, dirigida por Ben Affleck. El filme retrata el momento de confusión durante la toma que originó que seis diplomáticos lograran escapar y refugiarse en la residencia del embajador de Canadá. Los fundamentalistas, al final, descubrieron las ausencias y los buscaron para asesinarlos, sin importarles irrumpir en la residencia de cualquier embajador que les diera asilo. En el Departamento de Estado se discutieron las estrategias para sacarlos del país. Se impuso la más delirante, la del agente de la CIA, Antonio ‘Tony’ Mendez (Ben Affleck): Él llegaría a Teherán bajo la figura de un productor de cine que va a filmar una película de ciencia ficción, tipo ‘La Guerra de las Galaxias’, en escenarios exóticos, y allí reclutaría a los fugitivos para hacerlos pasar como parte del equipo de producción y así regresar con ellos a Norteamérica. La película es apasionante, pero la historia real continúa y la confrontación entre Estados Unidos e Irán no es ficción, es una escalofriante y peligrosa realidad.

Apago el televisor.

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