Este Búho cree que allí donde se encuentre el entrañable artista plástico deberá agradecerle al destino la forma en que se fue de este mundo a los 92 años. Porque el extraordinario pintor, quien supo combinar la pintura abstracta con los colores del arte prehispánico y hasta preinca, murió de un golpe. Sin sentir la muerte, una dama a la que detestaba. El maestro nunca hubiese podido soportar morir lentamente en una cama y vivir entubado, con respirador, meses o años postrado, sin expresarse verbalmente o en sus lienzos, que era su razón de vivir. Porque don Fernando era un amante de la vida. “Si a algo temo -dijo- es a dejar de vivir, me apena porque me encanta la vida. Aunque sé que es natural, pues me he hecho a la idea de la muerte desde siempre, al leer la literatura española del ‘Siglo de Oro’, imbuida del espíritu de la muerte”. Y es que el pintor era lo que llamamos un artista total. No solo era un artista plástico, era un compulsivo lector y, por ende, un escritor culto, que por fin salió a la luz el año pasado cuando publicó su libro de memorias ‘La vida sin dueño’. Otra ventaja que le dio el destino, es que le entregó algo que no le da a muchos a la hora de morir: se fue acompañado del amor de su vida. Bueno, el segundo gran amor de su vida, pero el más valioso, ese que está contigo en la madurez y la vejez, el de su segunda esposa Liliana Yábar, que también murió en esa terrible y confusa tragedia, al rodar ambos por la escalera de su casa. Así nomás nadie sella su amor realizando juntos el viaje al más allá. El pintor y su esposa se reencarnaron en los espíritus de los jóvenes Romeo y Julieta de uno de sus autores preferidos, William Shakespeare.

El pintor nació en 1925, en Lima, hijo de un científico físico y diplomático polaco y de María Valdelomar, hermana nada menos que del gran escritor pisqueño Abraham Valdelomar, el ‘Conde de Lemos’. Joven amante de la pintura y la lectura, por presiones familiares típicas de la clase media, ingresó a estudiar Arquitectura en la UNI. Pero luego decide estudiar lo que era su verdadera vocación, Artes Plásticas, en la Universidad Católica, que quedaba en el Centro de Lima. Introvertido, prefería codearse con los jóvenes intelectuales de la Universidad de San Marcos, que se ubicaba en La Casona del Parque Universitario. Allí se hizo íntimo de Carlos Germán Belli, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson y una jovencita poetisa que cantaba lindos temas criollos, Blanca Varela. Fernando de Szyszlo perdió la cabeza por ella y ella por él. Andaban juntos por San Marcos. Se movían inquietos. Eran jóvenes guapos, pero nadie como Blanca, oriunda de un puerto hermoso llamado Supe. Con ella se casaría en 1948 antes de partir a París, donde compartieron la bohemia con artistas de la talla de André Breton y Octavio Paz, quien prologara el primer poemario de Varela, ‘Ese puerto existe’. Con la poetisa tuvieron dos hijos: Lorenzo y Vicente.

Fernando de Szyszlo tuvo dos compromisos: con su arte y la democracia. Fue un demócrata cabal y denunció los atropellos desde el ‘autogolpe’ de 1992 de Fujimori. Como persona, era un tipo sencillo, que abría las puertas al periodismo que lo entrevistaba en su bella casa de Orrantia del Mar que, espero, se convierta en un museo, porque conservaba no solo piezas de arte, sino también valiosísimos huacos preincas de valor incalculable, además de su biblioteca. Años antes, desprendido, había donado a la Biblioteca Nacional toda la correspondencia y borradores de su tío Abraham Valdelomar. En esas entrevistas siempre recordaba sus años cuando ‘era pobre’ y no vendía cuadros: “Vender el primer cuadro fue una emoción verdadera. Era saber que para una persona que no era yo, algo hecho por mí tenía valor económico y real. Porque yo era un pintor pobre. Eso me ayudaba a vivir. En esa exposición, en los años 40, vendí tres cuadros. Lo curioso es que seguí familiarizado con ellos, pues dos los compraron amigos míos –los arquitectos Córdova y Williams– y el otro, el psiquiatra Carlos Alberto Seguín. Los he tenido a la vista, en cambio el resto, mil y pico, no sé dónde andan. El primer cuadro lo vendí a 300 soles y creo que el dólar estaba a 14 soles. No era mucho”. Se nos fue un grande. Un maestro en obra y vida. Estará tranquilo en el paraíso celestial de los artistas que no vendieron su alma al diablo. Apago el televisor.

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