A este Búho lo han agarrado terremotos y temblores en los sitios más insospechados. Pero nunca imaginé, ni en la más fantasiosa de mis ficciones, a estas alturas de mi vida, que un movimiento sísmico me podía chapar a las diez y cuarenta y ocho de la noche ¡¡en un estadio de fútbol repleto con cincuenta mil almas!! Sí, como lo leen. Mis ojos de Búho se agrandaron más aún cuando el grupo californiano interpretaba en el estadio ‘Monumental’ de la ‘U’, su clásico ‘Civil War’ (Guerra civil).

El concierto de Guns N’ Roses se había iniciado de manera telúrica una hora antes. Estábamos en la cómoda tribuna de Occidente, con dos colegas. El remezón hizo que todos dejáramos de observar el gigantesco escenario y nos mirásemos las caras. Había un manchón de chicas solas, comandadas por una chinita guapísima, que empezó a abrir su boquita para gritar ¡¡temblor!! y eso sí iba a ser terrible. 

Pero mosca, mi colega más joven, que tenía su polo negro de la banda de Axl Rose y Slash, gritó: ‘Nooo, es el bajo de Duff McKagan en su máxima potencia’. Yo miré a la chinita y le dije ¡calma, calma, ya pasó! La chica se tranquilizó, pero lo primero que hizo fue agarrar su Smartphone. Al cabo de unos minutos, me habló al oído: ‘Sí, fue temblor, de 4.8 grados, lo han dicho en Radio Programas’. Ya, pero no hagas roche -le respondí-, porque tus amigas tienen pinta de lloronas. 

Creo que si no hubiera sido el concierto de Guns N’ Roses otra pudo ser la historia. El público rockero estaba tan conectado con la fuerza y la intensidad de los norteamericanos, porque todo era salto y baile, que tanta adrenalina sirvió como un filtro para que el pase inadvertido para la mayoría, y solo lo sintieron los que estaban en ubicaciones menos apretadas, como donde nos encontrábamos los tres periodistas y la chinita rica y sus amigas. 

Como lección, debo decir que de ahora en adelante, antes de iniciarse un espectáculo masivo, un locutor debería dar una explicación rápida sobre lo que se tiene que hacer en caso de un terremoto, como lo hacen las aeromozas en los aviones para actuar ante una emergencia. Dónde están las salidas de evacuación y cosas así. Porque si ese temblor iba en aumento, eso iba a ser una estampida de consecuencias insospechadas.

En mi recuento de dónde me han sorprendido los terremotos, no olvido el de mayo de 1970. Lo sufrí en el cuarto piso de la Unidad de Mirones, felizmente era domingo a las tres de la tarde y estaba toda la familia reunida. ¡Cómo se movía el edificio! Mi padre ordenó que nadie baje. ‘Quédense aquí, en la columna’, gritó. Algunos insensatos, que intentaron bajar por las escaleras se cayeron y sufrieron fracturas. 

El de 1974, en octubre, me agarró también en el cuarto piso tomando desayuno a las nueve de la mañana. Parecía que un fantasma movía mi taza y la refrigeradora casi me cae encima. Esa vez fue tan fuerte que, ni bien terminó, todos abandonamos el edificio y nos fuimos al parque, menos el japonés Nakandakari, que se reía y gritaba ‘esto no ser nada, en Japón, peor’. El de Pisco me sorprendió en el periódico, en el sétimo piso de un edificio del centro construido en la década de los cuarenta. Las cosas se caían al suelo y cuando parecía que ya había pasado, bajamos por las escaleras, pero empezaron las réplicas. 

Algunas colegas jóvenes sufrieron ataques de nervios, pero eran las siete de la noche y la edición tenía que continuar. Así que tuvimos que volver a nuestras trincheras periodísticas para disparar la noticia con un gran despliegue informativo. Pero el lugar más insólito de todos fue en el extranjero, en Centroamérica, donde uno muy violento me agarró ¡¡en el baño!! del hotel. Pero esa historia la contaré en otra columna. Apago el televisor.

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