Este Búho tiene en sus manos el libro del periodista (Lima 1964) que, a mi parecer, es un texto de lectura obligatoria, no solo para los jóvenes estudiantes de periodismo, sino también para los amantes de la literatura en general. Transita perfectamente, como si fuera un ‘coyote’ trasladando ilegales a Estados Unidos, en esa difícil frontera entre el periodismo y la literatura. El autor se pasó treinta años de su vida dándole al lector una visión distinta del país, de la ciudad, de su cultura. Sus columnas en la revista Caretas, a finales de los ochenta e inicios de los noventa, se podrían comparar en aquellos tiempos de los coches bomba de Sendero, la chicha de Chacalón y los programas concursos televisivos, con el disco de Pink Floyd ‘The Dark Side of The Moon’ (‘El lado oscuro de la Luna’). Jaime nos presentaba el lado oscuro de Lima. Por allí desfilaban crónicas sobre el ‘Michael Jackson del Rímac’, ‘Los New Kids on The Block de San Juan de Lurigancho’, Jimmy Santi, un torero nikkei, Camilo Sesto, el gran ‘Cholo’ Hugo Sotil. En este libro de crónicas, titulado sugerentemente ‘En aparente estado de ebriedad’, el autor alarga la crónica como si fuera un chicle y la lleva a la literatura. He seguido su trayectoria desde que todos lo catalogaban como un joven enigmático, misterioso y ajeno a las manchas de ‘colegas’, en momentos en que la fauna periodística, tanto buenos como malos, nos refugiábamos en la desquiciante bohemia del jirón Quilca, en los tiempos del primer gobierno de Alan García, en ese memorable local ‘Las Pancitas’. Mejor dejemos que un entrañable poeta como el recordado Antonio Cisneros, describa al autor del libro que hoy comento: “Por entonces, me lo imaginaba con los modos orondos de Broncano, delictiva versión del buen zambo Martínez. (...) Tiempo después me lo encontré por primera vez. Aquel muchacho de aire casi deportivo poco tenía que ver con Broncano. Al término del almuerzo me presenté como lo que era, su ferviente lector”. El libro impresiona porque acumula ¡¡treinta años de trabajo!! y reunió sus libros ‘Ay, qué rico’ (1991), Kilómetro 0 (1995), Mal menor (2004).

Este Búho se queda con el Jaime Bedoya joven, que se iba con un fotógrafo inédito, ya que ninguno de la gran revista quería acompañarlo en sus ‘locuras’. Se iba con su hermano José Enrique a hacer sus comisiones. Solo un director desquiciado y genial como Enrique Zileri pudo ver que ese chibolo le iba a dar vida a su vieja revista. Las páginas alocaban también a los diagramadores. ‘Esas fotos parecían de tamaño carnet’, me confesó un ducho de producción. Pero eso es lo que quería el fotógrafo, que las ilustraciones parecieran los afiches de una película de Tod Browning, el cineasta rey de los ‘freaks’ (fenómenos), porque al periodista de pinta ‘deportiva’ le gustaba la gente ‘freak’, raros y marginales en una cambiante Lima Limón. Pero Jaime, a mi modo de ver, hizo la crónica de su vida cuando conoció a Coco Sattui, el llamado pianista ‘vampiro del Marcantonio’, el bar restaurante en esa Lima que ya se fue y que hoy es un casino en Risso. Sattui, en efecto, era un pianista que en otras épocas daba la hora en una Lima bohemia, pues era el amante joven de una cincuentona legendaria, la mítica Catalina Recavarren, ‘Catita’, el alma de la juerga intelectual, casada con un ricachón que se hacía el loco ante los escándalos de su mujer. Pero a inicios de los noventa, el pianista era un muerto en vida. Su musa había fallecido. Allí lo abordó Jaime Bedoya, joven, precavidamente con un collarín de acero para entrevistarlo. El resultado: la mejor crónica del libro, con poemas incluidos. ‘El vampiro limeño’, alto y de un metro noventa, miraba a la clientela con ojos de hipnotizador. El periodista lo describe: ‘Sattui, que empezaba tocando ‘Tabaco y ron’ para los borrachos lechuceros, revelaba su alma y lo hacía con su exhibición física de su punto de contacto con esa otra dimensión: Sus manos largas, níveas, casi hasta la fosforescencia, de piel impoluta y grácil, que al acariciar las teclas, abría una puerta a otro mundo al que los borrachos no podían entrar. Pero él sí. Por eso, indefectiblemente al morir la noche, ya con los oficinistas derrotados sobre la mesa por el nudo de una corbata astrosa, Sattui regresaba a Chopin y a sí mismo...’. El grueso libro de Bedoya me acompañó en taxis y colectivos. Este columnista era un bicho raro, con tremendo libro ante sus narices, mientras todos estaban hipnotizados con sus smartphones. Y cuando cerré la última página, la quinientos cuatro, me sentí aliviado porque los buenos periodistas todavía publican. Sigo creyendo que el periodismo es una cuestión de piel, como en el caso de Bedoya. Uno no se hace periodista de la noche a la mañana. Son, parafraseando al gran Sir Winston Churchill: “Treinta años de sangre, sudor... y periodismo”. Apago el televisor.

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