Este Búho recibe correos de jóvenes lectores: ‘Gracias Búho por escribir sobre un extraordinario y completo artista como . Gracias a ti puedo leer su poesía y conocer su versatilidad en otros campos del arte’. Otra muchachita universitaria me escribió: ‘Búho, escribe una segunda parte. Por estar toda una vida a la vanguardia, Eielson debe tener más historias increíbles’. Me debo a mis lectores y les presento algo más de un artista peruano y del mundo, cada vez más reconocido, pese a que se autoexilió en Europa por cincuenta años, en los que solo vino a Lima en tres oportunidades. La última, a finales de los ochenta. Es que el maestro, desde el mismo instante de su nacimiento, se vio preso de un destino donde las distancias, los alejamientos, los desencuentros y el desarraigo iban a convivir con él, hasta que pudo encontrarse a sí mismo para inventarse y reinventarse cuantas veces le diera la gana en la Europa de la posguerra, primero en París con sus entrañables amigos Fernando de Szyszlo, Blanca Varela y el mexicano Octavio Paz. Luego en Zúrich y, por último, en Italia. Nació en Lima, hijo de un ciudadano estadounidense, de padres suecos, y de una limeña que era mucho menor que él. Ni bien nació Jorge Eduardo, su progenitor balbuceó algunas excusas y le dijo a la madre que iba a resolver unos asuntos en Estados Unidos, pero nunca regresó. La joven madre lo esperó durante seis largos años. Después de eso, actuó peor que el mal padre. Decidió rehacer su vida sin ningún recuerdo del americano y entregó al niño en adopción, a un hogar donde siempre se sintió un intruso. Por esta razón se refugió en la música y de niño aprendió a tocar el piano, además de estudiar el francés e inglés. Ingresó a la escuela de Bellas Artes, pero no se hallaba, estaba muy adelantado a sus condiscípulos. Así que empezó a asistir como alumno libre a San Marcos, a la facultad de Letras, donde sí encontró una familia verdadera.

Fue como un padre el profesor, antropólogo y tremendo escritor José María Arguedas, que lo hizo su protegido al deslumbrarse con su talento para escribir poemas, pintar e investigar. Y también encontró amigos que fueron sus verdaderos hermanos, uno de sangre y de corazón: Fernando de Szyszlo, que estudiaba en la Católica, pero paraba en la casona por su enamorada, la guapa poeta Blanca Varela, y los jóvenes poetas Javier Sologuren -su hermano- y Carlos Germán Belli. En una increíble entrevista para la revista La Casa de Cartón, en 1995, Julio Ramón Ribeyro le preguntó si sentía que ser poeta y pintor o ejercer otros talentos como escribir novelas, teatro o música, podía ser perjudicial, porque no lo podían tomar en serio como poeta, Jorge Eduardo le confesó: ‘En cuanto a ser tomado en serio, nada podía ser peor, puesto que yo mismo no me tomo en serio y me siento muy bien así.(...) Como ves, no soy nada. Jamás he escrito nada con la intención de publicarlo’. Y la historia le da la razón. Cuando tenía veintiún años, recibió una llamada de los organizadores del Premio Nacional de Poesía. ‘Joven, lo felicitamos. Usted es el ganador por su poemario ‘Reinos’’. El artista se quedó lelo. Efectivamente, el poemario lo había escrito él, sin duda. Pero él no lo había enviado a ningún concurso, pues no quería mostrar sus escritos a extraños. Preocupado fue a la casa de sus amigazos de Szyszlo y Blanca, que al enterarse le propusieron celebrar. Jorge se fue más confundido aún. En la noche llegaron otra vez Fernando y Blanca con Javier Sologuren y Carlos Germán Belli, con champán. Cuando ya pensaba ir al psicólogo, su ‘carnal’ Javier Sologuren le dijo. ‘No te angusties, no estás perdiendo la memoria. Era un crimen que ese poemario no concursara. Yo lo envié por ti’. Este columnista se sorprendió cuando vio en el Twitter a nuestro premio Nobel, Mario Vargas Llosa, recitando una poesía del maestro, ‘Albergo del Sole’: ‘Un día tú, un día/ abrirás esa puerta y me verás dormido/ con una chispa azul en el perfil/ y verás también mi corazón/ y mi camisa de alas blancas/ pidiendo auxilio en el balcón/ y verás además/ verás un catre de hierro/ junto a una silla de paja/ y a una mesa de madera/ pero sobre todo/ verás un trapo inmundo/ en lugar de mi alegría/ comprenderás entonces/ cuánto te amaba/ y porque durante siglos/ miraba solo esa puerta y dibujaba/ dibujaba y miraba esa puerta/ y dibujaba nuevamente/ con gran cuidado/ comprenderás además/ porque todas las noches/ sobre mi piel cansada/ sobre mil siglos de oro/ y tatuajes y arrugas majestuosas/ me hacía llorar sobre todo/ una cicatriz que decía/ yo te adoro, yo te adoro, yo te adoro’. Habría que ser de piedra para no conmoverse ante las letras del poema. Apago el televisor.

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