Este no deja de sorprenderse por el paso de los almanaques y comprobar que ya llevamos ¡25 años! sin la presencia física del entrañable cuentista (Lima 1929 - Lima 1994). Me parece que fue ayer nomás cuando una atribulada amiga, fanática de la obra del autor de ‘La palabra del mudo’, me llamó por teléfono, creo que llorando: ‘Ha muerto Ribeyro, lo están velando en Miraflores. Nos encontramos allí’. Con otro amigo ribeyriano más llegamos al velatorio, pero no entramos, nos quedamos frente al parque mirando el mar, el acantilado que una vez inmortalizó en uno de sus cuentos y compramos una botella de vino para brindar por su partida.

Contrariamente a muchos lectores del narrador miraflorino, este columnista no se inició con sus clásicos y eternos relatos reunidos en ‘La palabra del mudo’, sino con su novela ‘Los geniecillos dominicales’. Siendo un estudiante de colegio de 12 años, me sorprendió aquella historia urbana, de crudo realismo con el antihéroe, Ludo Tótem, estudiante de la Católica y miraflorino de una clase media venida a menos. Una suerte de autorretrato del escritor y sus andanzas por el putañero jirón Huatica en La Victoria, a inicios de los años cincuenta. Aquella era la segunda novela del maestro, pues la primera fue ‘Crónica de San Gabriel’ (1960) que, según confesó, la escribió en Múnich, ‘muerto de frío, hambre e incomunicado, porque no sabía nada de alemán’. Y la tercera, ‘Cambio de guardia’ (1976).

Pero serían sus cuentos los que definitivamente me deslumbrarían. La mayoría los escribió durante sus durísimos primeros años en Europa. Había renunciado a ser abogado y según relató en ‘La tentación del fracaso’ -su diario personal desde 1950, comenzado en Lima, hasta 1978, con tres décadas en Europa-, su situación fue extrema y así lo escribió: “Antes de cumplir los treinta debo hacer algo importante. Mañana los cumplo y no he realizado nada que valga la pena. Otros han hecho dinero o se han casado. Yo no he hecho sino gastar dinero y perder o renunciar a las mujeres (...) Todo esto es el precio por una carrera literaria en este pobre país”. Durante años desempeñó los peores trabajos. Portero de un hotel de mala muerte, recogedor de desechos reciclables.

A dos años de su muerte se publicaron sus diarios en ‘La tentación del fracaso’. Allí leeríamos asombrados el libro apasionante de un hombre que cuestionó sus logros. Julio Ramón no olvidaba su Lima natal, sus edificios burocráticos, sus gentes sencillas viviendo siempre al margen, en la estrechez, el arribismo, la viveza criolla. Situaciones que aparecen por borbotones en cuentos que nos hacían reír o asombrarnos, porque también tenía, como admirador de Borges o Kafka, predilección por lo absurdo, como en el mítico cuento ‘La insignia’.

Leí los relatos reunidos en ‘La palabra del mudo’, en aquella colección de libros de Pantel, una selección para el público masivo que permitió al autor ser reconocido y llegar en plan de estrella a una conferencia en el auditorio del Banco Continental, lleno de bote a bote a inicios de 1980, donde asistí con mi amiga Tatiana Berger.

Pero recomiendo leer sus cuentos cronológicamente: Empezar por los de su libro ‘Los gallinazos sin plumas’ (1955); ‘Cuentos de circunstancias’(1958), donde se incluye ‘La insignia’; ‘Las botellas y los hombres’ (1964), donde está el relato ‘La dirección equivocada’; ‘Tres historias relevantes’ (1964), allí está la premonitoria ‘Al pie del acantilado’, una historia de cómo una metrópoli como Lima podía tolerar las invasiones en los extramuros de la ciudad, pero de ninguna manera permitir una invasión frente al mar de un barrio clasemediero.

Luego el libro ‘Los cautivos’ (1972) y seguimos con ‘El próximo mes me nivelo’ (1972): de este texto me quedo con el relato ‘Un domingo cualquiera’, donde dos chicas de distinta condición social aparentemente entablan una amistad.

Dejo para el último ‘Solo para fumadores’ (1987), un libro notable. Más que un cuento es una declaración de vida (y de muerte). Fumador adicto, el autor nos adentra hacia ese obsesivo e irreprimible vicio de fumar. Toda esa tabaqueada aromatizada con una prosa exquisita, intensa y pasional. No puedo terminar sin mencionar dos obras que son sello de marca del escritor: la monumental ‘Prosas apátridas’ (1975) y ‘Dichos de Luder’ (1989). Ahora que se acercan las navidades, qué mejor regalo que los cuentos de este inmenso escritor que nos dejó en vida hace 25 años, pero cuya obra se refuerza con el paso del tiempo.

Apago el televisor.

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