(USI)
Julio Ramón Ribeyro

Este Búho es un convencido de que y Abraham Valdelomar son los más grandes cuentistas que ha dado este país. El narrador miraflorino, que radicó varias décadas en París pero que regresó al Perú para vivir los últimos días de su vida, hubiera cumplido 89 años el 31 de agosto.

Su único hijo, Julio Ramón Ribeyro Cordero, estuvo en Lima y, rompiendo con el perfil bajo que heredó de su padre, decidió conceder entrevistas para revelar aspectos poco conocidos del narrador como progenitor, pero también sorprende que se expresara sobre los libros de su padre con estas frases:

‘La gente no lo lee. A mí eso me desespera. Mi padre es más conocido como imagen, como ícono de la literatura peruana. Así como Janis Joplin, la gente adora al ícono, pero no escuchan su música. La gente no lo compra o no sabe que esta ahí’.

Pero bueno, sea como sea, este episodio es un buen pretexto para que este columnista aborde la figura de uno de sus escritores peruanos preferidos. Es más, cuando Ribeyro murió en 1994 después de una larga lucha de veinte años con el cáncer, adquirido por culpa de su sempiterna costumbre de fumar, en una decisión sorpresiva decidió vivir sus últimos años en Lima solo, sin su esposa ni su hijo, que se quedaron en Francia. Y adquirió un departamento frente al mar en Barranco, dedicándose a gozar de la vida con sus amigos de toda la vida: Fernando Ampuero, Guillermo Niño de Guzmán, Balo Sánchez León y Alonso Cueto, entre otros.

Montaban bicicleta por el malecón, navegaban por el mar y, si el cuerpo aguantaba, hasta hacía vida nocturna yendo a salsódromos, al estadio y hasta tuvo una novia. Tanto influyó en él esa etapa final de su vida, que el último relato que escribió el maestro lo tituló ‘Surf’. Allí, de manera autobiográfica, cuenta la historia de Bernardo, un escritor que adquiere un departamento frente al mar barranquino. En esos años, la ciudad vivía sumergida en la violencia de grupos terroristas, pero el protagonista prefería mirar con sus prismáticos la playa y los bañistas.

El viejo escritor, entusiasmado por ese fervor de los tablistas, decidió desafiar el tiempo y practicar el surf. A su edad era hasta suicida y le daba vergüenza mezclarse con los jóvenes surfistas, así que un amigo le prestó su casita de playa en Punta Rocas y allí practicaba el surf en la noche, cuando los delfines descansaban cerca de la orilla. Ese último relato seguía teniendo el ADN ribeyriano, en la lucha de Bernardo contra el fracaso, esa implacable espada que siempre atravesaba a todos los personajes de su vasta producción.

En ese cuento terminado el 26 de julio de 1994, a pocos meses de su deceso, ocurrido el 4 de diciembre del mismo año, Bernardo -‘alter ego’ de Julio Ramón- al final del relato y después de tanto batallar, por fin logra encontrar la ola perfecta que había buscado con tanta desesperación. Esta le dice: ‘Cógeme, yo soy la que esperabas, conmigo podrás realizar tus sueños’. El cuento terminaba con el protagonista conducido por esa ola a los arrecifes, hacia la eternidad.

Definitivamente, un narración que puso colofón a su vida, una existencia que injustamente no tuvo el brillo de las luces de neón y las fanfarrias de muchos de sus compañeros de generación, como Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez, bendecidos con el ‘boom’ de la literatura latinoamericana. Sin embargo, Julio Ramón siempre contó con una legión de seguidores a los que encandilaba con esos personajes alucinantes, que transitaban en chifladuras de pensar que podían mutar sus opacas existencias a las de un hombre triunfador. Sus historias estaban pobladas de fracasados, arribistas, perdedores crónicos, personajes ridículos, que causaban hilaridad y carcajadas, como también conmiseración.

El escritor no se hacía problemas para definir su filosofía. ‘La vida la concibo como algo completamente irracional, imprevisible, donde no hay lógica ni dirección u objetivos determinados, al menos no perceptibles para los humanos’.

Este columnista no podrá olvidar el momento en que leyó por primera vez los cuentos reunidos en ‘La palabra del mudo’. Cuando cayó en mis manos su inclasificable ‘Prosas apátridas’ (1975), la devoraba de cachimbo en el Patio de Letras sanmarquino a inicios de los ochenta, y eran, como dice el autor, textos ‘sin patria literaria... ningún género quiso hacerse cargo de ellos... fue entonces cuando se me ocurrió reunirlos y dotarlos de un espacio común, donde pudieran sentirse acompañados y librarse de la soledad’. Apago el televisor.

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