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Para lograrlo tuvieron que realizar un viaje clandestino a Chincha y enfrentar la persecución del papá de Mario, un animal con terno y corbata, que amenazó de muerte al novio y a la ‘corruptora de menores’ Julia, porque en esa época la mayoría de edad se establecía a los veintiún años.

Las alucinantes circunstancias de ese enamoramiento las inmortalizó en su quinta novela, ‘La tía Julia y el escribidor’ (1977). Al ingresar a San Marcos, Mario decidió no vivir con sus padres, sino en Miraflores con sus abuelos, y frecuentaba casi diariamente la casa de su tío Lucho y su esposa boliviana Olga.

Justamente aquí recala la guapa hermana de su tía, la boliviana Julia Urquidi, recién divorciada, quien ‘sin pelos en la lengua’ sostiene que viene a Lima a conseguir otro esposo que tenga ‘una buena posición económica’.

La mujer se burla de ‘Marito’, al que conoció de niño, pero comienzan a salir al cine. De tanto encontrarse en la oscuridad de la platea, de largos paseos y conversaciones entre Barranco y Miraflores, surge el romance y la posterior ‘locura’ de contraer matrimonio a escondidas.

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Pero ninguna municipalidad quería casarlos. Entonces Mario busca otros municipios más alejados como lo relata en su libro:

LA TÍA JULIA Y EL ESCRIBIDOR

‘Comenzaba el recorrido muy temprano. Fui al principio a las municipalidades más raídas y alejadas del centro, la del Rímac, la del Porvenir, la de Vitarte, la de Chorrillos. Una y cincuenta veces (al principio ruborizándome, luego con desparpajo) expliqué el problema a alcaldes, teniente–alcaldes, síndicos, secretarios, porteros, portapliegos, y cada vez recibí negativas categóricas.

La piedra de toque era siempre la misma: mientras no obtuviera autorización notarial de mis padres, o fuera emancipado ante el juez, no podía casarme.

Luego intenté suerte en las alcaldías de los barrios céntricos, con exclusión de Miraflores y San Isidro (donde podía haber conocidos de la familia) con idéntico resultado. Los burócratas, luego de revisar los documentos, solían hacerme bromas que eran patadas en el estómago: ¿Pero cómo quieres casarte con tu mamá?, no seas tonto, muchacho, para qué te vas a casar, arrejúntate nomás’.

Ante las malas noticias, Pascual, su ayudante en el noticiero radial donde trabajaba, le dice que su primo es el alcalde de Chincha y los puede casar...Providencialmente, el taxista que los llevó a Tambo de Mora les dijo que el alcalde de Grocio Prado los podía casar, era un agricultor amigo.

‘Además se casarán en la tierra de la beata Melchorita’. ‘Llegamos a Grocio Prado a eso de las ocho (...) Vimos una vivienda más iluminada, con un gran chisporroteo de velas entre los carrizos, y Pascual, persignándose, nos dijo que era la ermita donde había vivido la beata. Nos saludó a la tía Julia y a mí con una reverencia fúnebre. Calculé que al ritmo que escribía le habría tomado más de una hora redactar el acta. Cuando terminó, sin moverse, dijo: Se necesitan dos testigos.

Se adelantaron Javier y Pascual, pero solo este último fue aceptado por el alcalde, pues Javier era menor de edad. Salí a hablar con el chofer, que permanecía en el taxi; aceptó ser nuestro testigo por cien soles. Era un zambo delgado, con un diente de oro; fumaba todo el tiempo y en el viaje de venida había estado mudo.

En el momento que el alcalde le indicó donde debía firmar, movió la cabeza con pesadumbre: Qué calamidad -dijo, como arrepintiéndose–. ¿Dónde se ha visto una boda sin una miserable botella para brindar por los novios? Yo no puedo apadrinar una cosa así. Nos echó una mirada compasiva y añadió desde la puerta: Espérenme un segundo. Cruzándose de brazos, el alcalde cerró los ojos y pareció que se echaba a dormir.

La tía Julia, Pascual, Javier y yo nos miramos sin saber qué hacer. Por fin, me dispuse a buscar otro testigo en la calle. No es necesario, va a volver –me atajó Pascual–. Además, lo que ha dicho es muy cierto. Debimos pensar en el brindis. Ese zambo nos ha dado una lección... Después nos alcanzó un certificado y nos dijo que estábamos casados. Nos besamos y luego nos abrazaron los testigos y el alcalde. El chofer descorchó a mordiscos las botellas de vino. No habían vasos, así que bebimos a pico de botella’. Un matrimonio de novela. Apago el televisor.

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