Este Búho observa con sorpresa la columna semanal que acaba de estrenar . Se trata de No leo aquellos textos con desprecio, prejuicio o lástima, sino desde la comprensión y la convicción de que todo ser humano está expuesto a los errores y, tras ello, tiene derecho a redimirse.

Como periodista, muchas veces he ingresado a las cárceles más peligrosas de este país para buscar historias. He comido de la paila y he probado la famosa ‘chicha canera’, preparada a base de arroz, frutas y demás especies fermentadas. He conversado con feroces delincuentes. Un periodista está preparado para hablar con Dios y también con el diablo.

Hace algunos años, por ejemplo, pude conocer la historia de una mexicana. Se llamaba Gabriela. Allá, en su país, tenía una vida como la de cualquiera. Administraba su negocio. Manejaba un auto sedán. Tenía una casa. Criaba a sus dos hijos, de 7 y 9 años. Un día su vida dio un giro que jamás hubiera imaginado. Sus pequeños fueron secuestrados. Desde entonces vivió una pesadilla. Para pagar el rescate, Gabriela tuvo que traspasar su negocio, vender su auto y su casa. Y, a pesar de ello, no logró reunir la cifra que le habían solicitado los secuestradores. En su desesperación, la única solución fue suplicar un préstamo a un tipo de dudosa reputación. 15 mil dólares.

Luego de rescatar a sus pequeños, Gabriela se dio cuenta de que saldar la deuda con el prestamista iba a ser imposible, pues no tenía nada, lo había vendido todo. Entonces este personaje le dio una solución o una única salida: recoger un ‘encargo’ de Perú.

Fue así como Gabriela terminó arrestada con 4 kilos 800 gramos de cocaína en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, en el momento que pretendía tomar un vuelo a Ciudad de México. Cuando la conocí llevaba un bebé en su vientre. Entonces conversaba semanalmente con sus hijos en México, quienes no sabían de su condición. Su pareja la había abandonado. Ante los ojos de la ley, su delito es incuestionable y condenable. Pero me preguntaba si acaso cualquier padre no haría lo que fuese para salvar a sus hijos del peligro. Dejo la pregunta al aire. Son dilemas en los que nunca se llegará a un punto medio. Escribir es un proceso liberador si se hace desde las tripas. Uno, frente al papel en blanco, no tiene fronteras. El único límite lo pone la tinta del lapicero.

Grandes escritores estuvieron presos. César Vallejo y José María Arguedas. Dostoievski y Miguel de Cervantes Saavedra, por mencionar algunos. En los fríos pasillos de un penal no solo hay ‘angelitos’ incorregibles que merecen pudrirse en prisión por sus delitos, sino humanos que buscan enderezarse, corregirse y reinsertarse en la sociedad. De los últimos, he conocido a varios. Encuentran en las manualidades, en las artes y diversos oficios una salida a ese infierno.

La escritura puede ser una manera de dar el primer paso hacia ese cambio. En la web de este diario, en ‘Cartas desde mi celda’, el primer texto publicado es el de Jéssica Vélez, una interna del penal Santa Mónica, en Chorrillos.

Ella reflexiona sobre su día a día tras los barrotes, pues ya lleva 13 años encerrada. “Al paso de los días, la esperanza vuelve a aparecer y te das cuenta de que tocaste fondo y es hora de levantar la cabeza y empezar a trabajar duro para poder salir de aquí. Solo el trabajo duro hace correr el tiempo más de prisa”, escribe y su texto está cargado de valentía y lejos de la autocompasión. Creo firmemente que quienes están decididos a devolverse hacia el camino correcto tienen derecho a una nueva oportunidad.

Apago el televisor.

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