Este Búho se sacude de los pantanosos terrenos políticos. Prefiero recordar mi reciente viaje a, ciudad en donde visité al ilustre y legendario don Everardo Zapata Santillana. Este nombre les debe parecer extraño a algunos de mis lectores, pero se trata nada más y nada menos que del ‘papá’ de ‘Coquito’.

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Don Everardo fue quien hace más de seis décadas, en 1955, boceteó por primera vez aquel libro que sería la biblia para millones de peruanos en sus primeros años de aprendizaje. Con ‘Coquito’ varias generaciones aprendieron a leer y escribir. Su legado es incuestionable y su aporte a la educación nacional decisivo.

Podríamos decir con seguridad que es un maestro honorable, que forjó su profesión con vocación, honestidad, compromiso y pasión. Por eso, sentarme en su oficina y conversar largo y tendido fue un acto que recordaré toda mi vida.

Sucedió hace dos meses, en julio, semanas antes de que el maestro cumpliera 96 años. Entonces y hasta hoy se mantiene lúcido, elocuente, con sus principios y sus ideas claras. Con un impecable terno azul marino y la medalla al Mérito Ciudadano en el grado de Oficial alrededor del cuello, el profesor me atendió en su oficina del pasaje Santa Rosa en la Ciudad Blanca.

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Además de ser su centro de operaciones, también lo ha acondicionado a modo de museo. Allí uno puede ver las decenas de ediciones de su obra maestra, desde la primera edición hasta las actuales. Los recuerdos de sus primeros años los tenía en la punta de la lengua: “Yo aprendí a leer a los 5 años, con mi profesora Matilde”, dijo sin esfuerzo.

PENSÓ DEDICARSE A LA SASTRERÍA

Natural de Cocachacra, de la provincia de Islay, pensó primero en dedicarse a la sastrería, “y hubiera sido un buen sastre. Me gustaba. Aprendí a hacer pantalones rapidito”. Pero muy pronto y por circunstancias del destino optó por la docencia, gracias al consejo de un antiguo profesor.

Entonces era una profesión que permitía vivir decentemente, además daba cierto reconocimiento social a quien la ejercía. Al terminar la carrera, fue destacado como director en el colegio 9638 de Punta Bombón, en Islay.

“En ese tiempo los campesinos no mandaban a sus hijos al colegio, los llevaban a la chacra. Y los chicos se encariñaban con la chacra, tanto así que era difícil conseguir que fueran a la escuela”, rememoró.

Cuando llegó, lo único que encontró fue una pampa desierta. No había alumnos, ni había colegio. Para no perder el presupuesto que el Estado brindaba anualmente, don Everardo se dedicó a tocar puerta tras puerta.

LA HISTORA DE COQUITO

Así pudo reunir 26 niños para el 7 de julio de 1947, y con ellos empezó. “Algunos niños venían llorando, pero les daba caramelitos que guardaba en mis bolsillos y se calmaban”. Fue en esa etapa en la que empezó a bocetear ‘Coquito’, cuando se percató de que los materiales educativos eran mediocres y de difícil entendimiento para sus alumnos.

“No había libros buenos nacionales, los buenos venían del extranjero y solo podían adquirirlos los colegios particulares”. Buscaba un complemento formativo que ayudara a sus alumnos a iniciarse en la lectura y escritura de manera sencilla, cercana. ‘Un método peruano’, me diría.

Fue así, entre ensayos y errores, pero siempre con perseverancia, pues escribiría su obra máxima en condiciones precarias, a la luz de las velas y con el frío de las alturas, que creó ‘Coquito’ hace 67 años. ¿El nombre del libro? Don Everardo recuerda que no fue hasta una noche antes de enviar su proyecto a la imprenta que pudo dar con el nombre.

“Fue en un sueño. En este sueño el niño se me presentó como Coquito. Entonces en ese momento supe que el libro se llamaría así”, me relató. Él mismo financió su proyecto y supo que solo tendría éxito si lo distribuía gratuitamente entre los estudiantes.

Desde entonces su ‘hijo’, como él llama a su máxima creación, empezaría a caminar solo hasta convertirse en el libro académico más importante por décadas. El que leyó mi padre, leí yo y lee mi hijo.

Actualmente se imprimen medio millón al año. “Don Everardo, si ‘Coquito’ fuera de carne y hueso, ¿qué le diría?”, le pregunté. “Lo engreiría mucho”, respondió con ternura.

Antes de despedirnos me pidió una sola cosa, dejar un mensaje a quienes vayan a leer esta columna: “Diles a tus lectores que ese viejo dicho ‘la letra con sangre entra’ no sirve, no funciona. La educación tiene que ser con paciencia, con ternura, con amor”. Un verdadero maestro. Apago el televisor.

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