Este Búho no se arrepintió de leer de un tirón la cuarta novela de titulada (2017) y no pudo evitar ingresar al túnel del tiempo: Año 2015. Este columnista cogió la tercera novela del escritor, ‘La distancia que nos separa’, intrigado por el éxito de la. El texto me sorprendió. En realidad, resultó una catarsis literaria, que salió a la luz después de torturadoras sesiones de psicoanálisis, donde llegó a la conclusión de que gran parte de sus tropiezos, masoquismo y callejones sin salida de su joven humanidad eran producto de una conflictiva, flagelante y contradictoria relación con su padre, el todopoderoso general del Ejército peruano Luis Cisneros Vizquerra.

‘El Gaucho’, como se le conocía, en un tiempo fue el hombre más poderoso del país y habría ejercido violencia no solo con la izquierda, sino contra su propio pequeño hijo, Renato, a quien también laceraba el hecho de saber que su padre no se casó con su madre y era fruto de un ‘segundo canal’. Es cuando decide enfundarse en un gabán a lo Philip Marlowe para averiguar más sobre la vida de su padre y al final descubre que las taras y conflictos de su progenitor constituían solo un eslabón más en la cadena de la familia Cisneros, donde abundan especímenes aún más trastornados que el abusador general.


Justamente, la nueva novela de , es la segunda parte, el lado más brillante, literariamente hablando, de la macondiana historia de los Cisneros, que se inició con ‘La distancia nos separa’. Lo que sí observamos es que Renato se propone cerrar ese ‘círculo maldito’ valientemente y así como antes exorcizó sus demonios encarnados en su padre, hoy lo hace sobre el peor y a la vez el mejor secreto guardado de la familia. El inicio de la estirpe de los Cisneros con el amor prohibido de un cura de pueblo en Huánuco, su tatarabuelo Gregorio Cartagena, con una dama limeña de raigambres huanuqueñas, Nicolasa Cisneros.


De esta unión pecaminosa nacieron siete hijos que llevarían el nombre de un padre ficticio, Roberto Benjamín, ‘casado con doña Nicolasa’, cuya verdadera pareja nunca se casó con ella ni vivió con los hijos. La historia es fascinante y está escrita en flashbacks: En la Lima del año 2012, Renato, con su tío Gustavo Cisneros, el único miembro del numeroso clan familiar que está dispuesto a desentrañar el misterio, al incursionar en el cementerio Presbítero Maestro, descubren que al costado de la tumba de su tatarabuela Nicolasa yace la tumba de don Gregorio Cartagena. ‘¿Viste? Ya te lo había dicho. La vieja y el cura se enterraron juntos’, sentencia el octogenario tío Gustavo a un Renato que sabe que ya no puede dar marcha atrás, pues el destino le tenía pautado investigar y contar esa historia de un amor que desafió las leyes de Dios y de los hombres en aquellos convulsionados años de la guerra de la independencia del Perú del yugo español.


En ese flashback, el escritor nos logra meter en el pellejo de ¿los héroes? Nicolasa y Gregorio, introduciéndonos en sus propios conflictos en plena revolución independentista. Nicolasa simpatiza con San Martín y desconfía de las ambiciones de Bolívar. Su hermano Pedro Cisneros llega a ser ministro de Ramón Castilla y urde un plan para desterrar al cura Gregorio, al descubrir que es el padre de sus sobrinos y que el ‘agente viajero’ y ‘esposo’ de Nicolasa, Roberto, es una ficción y nunca existió.


La familia no es ese ente monolítico que nos recubre y se convierte en un caparazón indestructible, mediante el cual el individuo será moldeado para ser un ‘hombre de bien’ con funciones específicas y positivas dentro de una determinada sociedad. La premisa del escritor sostiene todo lo contrario, pero no generaliza. Por ‘el recuento de los daños’ de algunos de sus más conspicuos parientes, como la muerte del ‘retrasado’ tío Roque en los rieles del tranvía, la pobreza de Luis Benjamín, la ‘doble vida’ de Fernán, se puede llegar a la conclusión de que quienes ‘dejaron la tierra’ en 1865, los tatarabuelos, solo la abandonaron en cuerpo, pues su tumultuoso recuerdo, sus fantasmas y las consecuencias de sus actos persiguieron como un estigma por siempre a sus descendientes. O tal vez el tremendo esfuerzo de Cisneros por realizar este peligroso ritual de exorcismo familiar, acompañado en parte por un ‘Padre Merrin’ encarnado en el anciano tío Gustavo, haya hecho que los fantasmas de Gregorio y Nicolasa puedan irse a descansar por fin y las nuevas generaciones de los Cisneros, empezando por Renato, sean capaces de dormir felizmente y en paz. Apago el televisor.

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