Este Búho es un convencido de que existe una gran comunión entre la literatura y el cine. Grandes escritores han plasmado obras imperecederas, ríos de tinta sobre las más increíbles historias. Han creado personajes entrañables, inolvidables, complejos. Con autores como Ernest Hemingway, Margaret Mitchell o Mario Puzo, la industria cinematográfica inmortalizó sus novelas y sus personajes. Por ejemplo, cuando uno lee ‘El viejo y el mar’ de Hemingway, ¡acaso no recuerda al viejo en el rostro de Spencer Tracy, protagonista de la película? ¿Y no es verdad que cuando uno piensa en la novela ‘Lo que el viento se llevó’, de la Mitchell, le viene a la mente la protagonista, Scarlett O’Hara, en el rostro de la bella Vivien Leigh? Ni qué decir de ‘El padrino’ de Mario Puzo, donde Marlon Brando es el rostro de Vito Corleone.

El cine le da más vida a la literatura. En ese rubro podemos ubicar al genial escritor (Saint Paul, 1896 - Hollywood, 1940). Su más célebre novela, ‘El gran Gatsby’, fue llevada al cine en producciones millonarias. Cómo olvidar la vida y extravagancias de Jay Gatsby en el cuerpo de Robert Redford, en 1974, o en el de Leonardo DiCaprio, en el nuevo milenio. Así como el protagonista de su novela, Fitzgerald era un romántico decadente. Jay tenía una inmensa fortuna y un origen misterioso. En plena depresión norteamericana daba fastuosas fiestas que duraban días, en su espectacular mansión de la bahía de Nueva York. Gatsby se ubica en ese escenario como un ‘nuevo rico’, que es despreciado por Tom Buchanan, un rico de alcurnia casado con Daisy, una belleza de mirada triste a quien compró su amor y le es infiel con la lujuriosa esposa de su mecánico. Porque para Fitzgerald, la pasión es así, no distingue clases sociales ni fortunas. Pero lo que Buchanan no sabe es que Gatsby está ahí por su esposa Daisy. Construye su fortuna y la destruye por la que fue su viejo amor. El autor se asemejaba mucho a Jay Gatsby. A los veintitrés años ya lo tenía todo, había publicado ‘A este lado del paraíso’. En aquellos años veinte, el escritor daba la hora. Trajes perfectos, corbatas finas, tabaco del mejor. Nadie, solo a él, se le habría ocurrido imaginar que a los veinticinco podría estar acabado y a los cuarenta y cuatro, muerto.

Nadie, solo él, vivía con su miedo a la frustración, al fracaso, al amor y al desamor. Vivía la locura de París con su esposa y compañera inseparable, Zelda, escritora también, tan llena de vida como él, pero más loca. Cuando publica ‘El gran Gatsby’ en 1925, su gran obra -aunque algunos indican que la mejor es ‘Suave es la noche’-, comienza la caída libre de ambos. Ella sufre trastornos psicológicos, se le diagnostica esquizofrenia y la internan en un manicomio. Este Buho acaba de leer un libro fundamental para entender a este gran escritor vapuleado por el destino: ‘El arte de perder’, la recopilación de las cartas que Scott le enviaba a su esposa Zelda, a su hija Scottie, a su editora y a sus amigos Hemingway y Thomas Wolfe. ‘La historia de mi vida es la de la lucha entre una imperiosa necesidad de escribir y una combinación de circunstancias que se aliaban para impedírmelo’, escribió, cuando recién comenzaba. Pero su vida transcurrió a la velocidad de un Ferrari de carrera, donde el alcoholismo, el derroche, las fiestas, viajes, amores, traiciones y decepciones lo llevaron a escribir a los veinticinco años: ‘Estoy harto por igual de la vida, del licor y la literatura’. Pronto se vio a sí mismo como el novelista que tenía que vender cuentos para vivir. Y lo hizo en las más prestigiosas revistas de la época. Le llegaron a pagar 3, 500 dólares por artículo. Publicó más de un centenar, pero se los ‘chupó’ todos. De estas publicaciones, hay joyitas como ‘El curioso caso de Benjamin Button’, también llevada al cine. El escritor de ‘Hermosos y malditos’ tocó fondo cuando su esposa murió al incendiarse el manicomio donde estaba recluida. Zelda había escrito ‘Resérvame el vals’, donde contaba su matrimonio e infidelidades. Scott había censurado varios capítulos. En una de sus cartas fue premonitorio: ‘Si puedo ganarme la vida como novelista, seguiré. De lo contrario, renunciaré, me iré a Hollywood a aprender el negocio del cine’. Pocos años después, le escribe a su hija Scottie: ‘Me temo que tendré que ir a trabajar a Hollywood’. Allí laboraba como guionista, pero su talento no cuajaba en una industria donde solo importaban diálogos vendedores o cursis. Frustrado, se refugia en el alcohol y vive mantenido por la periodista Sheilah Graham, quien lo lleva a vivir a su mansión en Bel Air. Esa relación es el cotilleo de Hollywood y el escritor avergüenza a la famosa periodista en público, pasado de tragos. Ella escribió un libro sobre esa relación tóxica, ‘Días sin vida’, que fue llevada al cine con Gregory Peck, como Scott, y Deborah Kerr, como Sheilah. Murió a los cuarenta y cuatro años, sin imaginar que la industria que lo despreció facturaría millones con sus obras llevadas al cine. Como ejemplos, tres versiones de ‘El gran Gatsby’, la última con DiCaprio, ‘El curioso caso de Benjamin Button’, con Brad Pitt, y la última, una serie sobre la tormentosa relación entre Zelda y Scott, ‘Z: Con ella empezó todo’, protagonizada por Christina Ricci. La juerga de Fitzgerald continúa. Apago el televisor.

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