Este Búho dirige esta columna a los jóvenes que tuvieron la suerte de nacer en un país sin terrorismo, con una política económica estable y una apertura y democratización de servicios que, en nuestra época de los 80, eran considerados de ‘lujo’. Como tener un teléfono fijo en casa. Increíble. Los jóvenes de esos años podíamos vivir tranquilos sin celulares, laptops o tablets. Esperábamos horas haciendo cola en el único teléfono público de la Universidad San Marcos, pero no perdíamos tiempo. Agarrábamos una novela y la leíamos en el tiempo que esperábamos nuestro turno.

No había Internet ni Google, pero nos zambullíamos en la biblioteca de Letras o Sociales y también en la hemeroteca. Todo lo podíamos soportar, hasta que llegó . Fue una ‘guerra silenciosa’ la que llevamos los universitarios que nos opusimos a las huestes del ‘Camarada Gonzalo’ cuando dejaron la sierra y decidieron dar ‘el salto estratégico a la ciudad’. Lima comenzó a vivir el infierno terrorista que había sufrido Ayacucho. Primero, a lo Pablo Escobar, empezaron matando policías. A sangre fría, en mercados, esquinas, a traición, solo para quitarles el arma y desmoralizar a las fuerzas del orden. Después comenzaron a asesinar a dirigentes políticos, como el exministro de Trabajo, Orestes Rodríguez, o al tristemente célebre ‘Búfalo’ Pacheco, al que dinamitaron.

A la lideresa popular de Huaycán, la izquierdista Pascuala Rosado. Y a prominentes miembros de las Fuerzas Armadas, como el almirante AP Gerónimo Cafferata. A finales de los 80 llegaron a San Marcos. Los senderistas tenían sus ‘cuadros’ en Ciencias Sociales. Primero, llenaron de pintas los pabellones con amenazas de muerte a los ‘soplones’ y a la ‘reacción’, léase los estudiantes que no comulgaban con su prédica violentista. En Psicología, un alumno osó retirar uno de sus afiches del salón y fue golpeado y rapado. En Derecho y Sociales vejaron y raparon a dos estudiantes acusándolos de ‘gays’. Era el colmo, había que hacer algo. Estaban infiltrados también en los sindicatos de trabajadores.

Cada noche, a eso de las 8, se producía un apagón. Solo en la ciudad universitaria y, como por arte de magia, aparecían en la oscuridad columnas subversivas con banderas rojas, con capuchas como las del Ku Klux Klan, con antorchas, cantando ese himno que al escucharlo se me escarapelaba el cuerpo: ‘Salvo el poder, todo es ilusión. Conquistar los cielos con la fuerza del fusil!’ De más está decir que los alumnos huían despavoridos a sus casas. No se podía estudiar. Para ellos, estábamos en ‘guerra popular’, de la universidad debían conseguir militantes que se sumen a su ‘lucha’. Es decir, a poner bombas, asesinar.

Los ‘Saco largos’, como los llamábamos socarronamente, procedían a llenar de pintas delirantes y amenazas. Este columnista no se explica cómo arriesgó su pellejo y sacó un artículo a cuatro páginas en ‘Caretas’ titulado ‘Contra el terror’, donde detallaba las agresiones de Sendero contra los estudiantes. Rosarito, una sexy compañera, cuyo hermano seguidor de Abimael había quedado inválido en un atentado a una torre, y con la que tuve un ‘vacilón’, pero luego me quitó el habla porque simpatizaba con los subversivos, me abordó una noche justo cuando se produjo un apagón. ‘Hoy te van a dar un escarmiento. Te están esperando en la entrada de Los Cipreses. Me obligaron a quitarte el habla, estás en su lista negra’. Nunca sentí tanto miedo, lo reconozco. Por ese motivo me tuve que retirar buen tiempo de la universidad y me refugié, otra vez, en el periodismo.

Otros, en el país, no tuvieron tanta suerte. Por esa época, antes de exiliarme en las bulliciosas Redacciones, era muy amigo de unas chicas de Mangomarca que estudiaban Derecho. Una guapita, hermana de un conocido opinólogo de la televisión y su amiga Judith, la apodamos ‘La comanche’. Esta última era reilona, alegre. Hasta que un día, de la noche a la mañana, me dejó de hablar y me miraba con odio. Le pregunté a su amiga y me dijo: ‘No sé, a mí tampoco me habla. Se ha vuelto loca’. Cuál sería la sorpresa, cuando tomaba desayuno vi la cara de Judith ¡¡con traje a rayas!! La habían capturado cuando pretendió asesinar al líder del Apra, Alberto Kitazono, pero el chino, karateca, la redujo.

Allí comprendí todo, Judith, al ingresar a Sendero Luminoso, había olvidado su vida anterior, la que repudiaba, y la había puesto al servicio del desquiciado Abimael Guzmán. Esos jóvenes también fueron víctimas de ‘Gonzalo’, a los 17, 18, 19 años, les lavó el cerebro con una supuesta ideología que, en realidad, eran ideas delirantes. Ni el propio Guzmán se creyó eso de que era ‘la cuarta espada del marxismo’. Solo en el Perú, un genocida como él, no afrontó la pena de muerte por ser de justicia. Apago el televisor.

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