En marzo se cumplen 5 años que estoy más en Perú que en Buenos Aires. De hecho estuve un año sin poder salir por tres impedimentos de salida de 4 meses cada uno.

Cada vez que compraba un pasaje allí estaba en portería mi impedimento. Hoy van 20 días en mi país y en estos 5 años nunca me había tomado más de 14 días con ellos, hasta he venido por tres miserables días con tal de llenarme de amor y volver a ser la chica disfrazada de mujer grande que puede con el mundo.

Ser extranjero es difícil, es solitario, es vivir extrañando, es escuchar música de tu país y emocionarte, es muchas veces preguntar bajito: “¿qué significa estar acá?”, las mismas palabras que en un país significan algo bueno en el otro significan algo terrible, también es equivocarse muchas veces, es adaptarse a un mundo que parece igual pero es diferente, es decir un stand up increíble pero nadie te entiende (aunque hubiese sido genial en Calle Corrientes porque este nuevo lugar es mucho más conservador y lo que sería una genialidad aplaudida de pie al estilo Moria Casán es ganarte juicios ), es pensar en crecer en un lugar y cuando miras atrás cada vez te alejas más de “ahorrar unos meses y volver”, porque ya todos tus proyectos están en el nuevo lugar, es engañar a los seres amados diciendo: “el año que viene ya vuelvo” y por dentro sabes que es mentira, que no voy al volver ni el año que viene, ni el próximo y seguramente no vuelva nunca más porque ya me siento pertenecer a esas tierras incas que me dieron todo, es no sentirte ni de acá ni de allá, es encontrar gente en el camino que uno lo vive como un reencuentro haciendo énfasis a alguien que ya dejó atrás, es también ser vulnerable ante muestras de cariño, es aferrarse y anclarse al primero que te da un abrazo y llena tus carencias de afecto, es sobre todas las cosas tener el corazón dividido.

Por suerte, Perú me trató increíble: es como estar en casa, la gente es amable y a mí me tratan mejor que en mi país, las oportunidades de crecer y realizarse son palpables y no una utopía.

Pero qué melancolía da recorrer estas calles de empedrado llenas de recuerdos, las mismas que recorría para ir al colegio, y, ¿qué es la melancolía? ¿Es una tristeza que impide soltar algo? ¿Es un lugar cómodo donde te atrincheras con tus recuerdos para que no se esfumen? ¿Es la nostalgia por lo que ya no volverá? ¿Es la culpa de haberme ido y no ver a los míos por meses?

Estos pensamientos que toman tanta fuerza que, son capaces de desestructurar en mí a la fortaleza que me invento, susurran a mi oído las palabras que van cavando mi fosa de culpa, donde apaciguarme en ese absurdo refugio.

Ayer pasé por el colegio que parecía tan chiquito y yo lo veía inmenso, caminar lento sin que te corra el tiempo, sin pensar en la semana que viene ni en nada, planificar algo ya no tiene sentido; para que después todo cambie y tu capacidad de adaptación tengo que desarrollarse.

Cada vez que venía a Buenos Aires veía en un día a 5 personas, era una maratón, les preguntaba cómo estaban y con un vacío “todo bien”, me conformaba. Hoy no, quiero saber todo, si es que se puede recuperar el tiempo lo quiero hacer. Ver avejentado a tus padres es tan chocante que es una cachetada de novela mexicana, ver a tu abuela con el pelo blanco en camisón y en cama, es un dolor en el pecho de sentirme responsable. “Si estuviera acá la saco a pasear todos los días”. Sin embargo, automáticamente mi cerebro se contesta con crudeza: “Sí, pero la realidad es que no estás; y no estás para ella y no estás para nadie”.

Le estoy enseñando a manejar a papá, ¡tiene dos pies izquierdos! Me encontré con una paciencia que desconocía, me rompe la caja de mi auto viejo y lejos de enojarme me invade una ternura abrumadora ver que sus expresiones me hacen acordar a las mías.
Pasar horas viendo el álbum familiar con mamá tomando mate y ver esos extrañas imágenes en blanco y negro solo para escucharla y verla a ella, ni sospecha que me llega a la punta del pezón saber quién era la tía Elena, no recuerdo ni el 5% de todos los nombres, solo su mirada en las fotos y su pelo cayéndose en su cara, con tantas emociones encontradas.

Dormir en tu cama de niña y que cuelguen tus pies pero descansar como no lo hacías desde entonces donde las horas eran eternas y una se permitía estar aburrida. ¡Ver a tus amigas de toda la vida, las mismas que ahora tienen hijos y verlas siendo hermosas mamás cuando nos jurábamos morir en la putería! Qué raro es ver a la fácil del grupo casada, ¡ups!, perdón esa era yo que me vi en el espejo. Las charlas de WhatsApp pasaron de ser de hombres, esas que no podes abrir en público porque tienes imágenes de gansos y te llenan la galería de fotos con memes, a ser de mamaderas y vacunas.

Vivir afuera es ser un extraño, es toparte que todos siguieron sin ti, nadie te pidió permiso ni autorización así como uno tampoco lo hizo, es ver tu habitación convertida en una oficina: ya no está el espejo donde jugabas a ser Britney Spears con el casette en tu equipo de música, es meterse en el túnel del tiempo y cuando regresas todo lo que pensaste que conocías se ve parecido pero es un holograma absurdo que juega a ser real para confundirte y confirmarte que no eres más la que eras, hasta el punto que no sepas realmente ni quién eres.

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