Este , en los momentos que vive el país en su ámbito político, en el que se ve a congresistas payasos disfrazados de espías y que hasta ‘actúan’ como ‘agentes dobles’, considera conveniente escribir sobre la más notable de espías, y nadie mejor que el británico David Cornwell, nombre que no le dirá mucho a nadie, pero sí su seudónimo John le Carré, autor de la célebre novela: ‘El espía que surgió del frío’ (1963). Es el responsable de que las novelas de espías ya nunca sean iguales y quien dejó al James Bond de Ian Fleming como un chancay de a sol y un chistoso cuyas proezas ya no se las cree nadie. En cambio, en esta novela de Le Carré, el protagonista, el espía Alec Leamas, es un hombre común y corriente. No seguro de sí mismo como Sean Connery ni tan seductor como Roger Moore o tan letal como Pierce Brosnan, los más carismáticos agentes 007 de las películas. Leamas es un tipo simple y silvestre, sombrío, al que Inteligencia lo despacha del servicio activo y le da un puesto como burócrata de escritorio. Alec se resiste, exige una oportunidad, su razón de ser fue el sucio trabajo luchando en las sombras tras la ‘Cortina de hierro’. No se cree un superhombre, sino todo lo contrario. A su amante, antes de hacer que la maten, le confesaba que los espías tienen mala catadura, son borrachos. Y era todavía más sincero, pues decía que tanto los malos, o sea los comunistas, como los buenos, los occidentales, son en el fondo iguales de traicioneros. Como en un chiquero cuando se pelean dos cerdos, al final los dos salen oliendo a mierda. Por eso pego la novela que batió récords de ventas y también la aclamada película dirigida por Martin Ritt en 1965 y protagonizada por un extraordinario Richard Burton. La Inteligencia británica le da una última oportunidad. Debe infiltrarse en los servicios secretos de Alemania Oriental y trabajar con su archienemigo, pero para ello, debe renegar públicamente de su organización, de sus jefes, de sí mismo.

Anda de bar en bar, en el papel es un despedido y perdedor alcohólico. Los rivales alemanes pisan el palito y logra ingresar a trabajar con la cúpula secreta comunista. Pero nada es lo que parece en ese mundo sórdido, inescrupuloso y letal del contraespionaje. Y Alec se dará cuenta de que no es protagonista de ninguna gesta heroica, que solo es un peón desechable. Los comentarios favorables a la novela no se hicieron esperar. Legendarias luminarias de las novelas sobre espionaje la alabaron. El mítico Graham Greene (‘El americano impasible’), se expresó así del libro: ‘Es la mejor novela de espionaje que he leído nunca’. La vida del autor también es de novela. Nació en 1931, hijo de un estafador inglés, ingresa a estudiar a la Universidad de Berna. Allí lo ‘capta’ la inteligencia británica para que se infiltre entre los círculos de estudiantes marxistas en la universidad. Completó su carrera en Oxford y luego se desempeñó como profesor. Al iniciarse la ‘guerra fría’ y con una Berlín dividida, lo mandan como ‘diplomático’. En sus ratos libres escribe dos novelas de corte policial y espionaje que pasan desapercibidas. Pero todo cambió con ‘El espía que surgió del frío’. El boom editorial lo obligó a renunciar al cuerpo diplomático y a su trabajo como agente. Su personaje, el cínico George Smiley, se hizo famoso. Para Smiley, ‘un espía es alguien que evitando cualquier reacción espontánea, debe eludir las emociones de la amistad y la lealtad’. Entre sus novelas más celebradas se ubican ‘El topo’ (1974), ‘La gente de Smiley’ (1979), ‘El infiltrado’ (1993) y ‘El jardinero fiel’ (2001). Cuando le espetaron por qué delató a amigos izquierdistas en su época universitaria, se defendió: ‘Hice cosas repugnantes, pero necesarias’. Pero en su última novela, ‘El legado de los espías’ (2017), un viejo y retirado Smiley recibe la visita de su atribulado adjunto de tantas batallas clandestinas, Peter Guillam, algo menos viejo, quien le pide cuentas por las muertes de agentes amigos en tantas décadas de crímenes y traición. Smiley, viejo zorro, trata de calmar a su excalichín: ‘Nunca fuimos despiadados, teníamos una piedad más amplia, quizá mal dirigida, y sin duda, inútil’. Cínico hasta la sepultura el célebre Smiley, o perdón, John le Carré. Apago el televisor.

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