Este Búho recibe muchos saludos por el ‘Día del periodista’. Agradezco todos los mensajes y valoro el de los amigos sinceros y verdaderos colegas, periodistas de raza, pero sobre todo, el de mis padres, quienes siempre me apoyaron cuando algunos les auguraban: ‘tu hijo se va a morir de hambre, mejor que se dedique a otra profesión’. Bueno, no me morí de hambre. Y me siento feliz de trabajar en lo que siempre quise, vivir dignamente y poder darle una buena educación a mi hijita. La filosofía es sencilla en este oficio: ‘No se puede ser honesto -así alguna vez lo hayas sido- si terminas defendiendo o trabajando para un deshonesto’. Eso se llama ‘cruzar la línea’ y siempre se las explico a los estudiantes cuando me piden un consejo. Nada mejor que celebrar este día tan especial con una columna sobre un ganador de un premio Nobel de Literatura, , quien jamás dejó de considerarse periodista. Recuerdo que a inicios de los ochenta, andaba con mi mochila y llevaba un libro para arriba y para abajo, el que leía con avidez toda la tarde, en la soledad y la inmensidad del estadio de San Marcos: ‘Crónicas y reportajes’ de ‘Gabo’. El escritor colombiano ya había ganado el Nobel en 1982, y yo había leído algunas de sus novelas trascendentales, como ‘Cien años de soledad’ o ‘El otoño del patriarca’, pero no el trabajo que hizo en el diario El Heraldo de Barranquilla, cuando era veinteañero y escribió: ‘Cuando era joven, feliz e indocumentado’. Ya en la cima del mundo literario, editó este libro donde reproducía sus mejores reportajes de juventud para esos diarios.

Este columnista leía extasiado en el estadio sanmarquino esas crónicas con títulos alucinantes que colocaba el propio escritor; ‘El cartero llama mil veces’, un texto sobre el destino de las cartas que nunca llegan a su destino. O ‘Un hombre ha muerto de muerte natural’, que era un artículo sobre el fallecimiento de su admirado Ernest Hemingway. El novelista nunca olvidó sus épocas de periodista y nunca la separaba de su producción literaria: ‘El periodismo es una pasión insaciable que solo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad’, escribía. Nunca dejó de definir y defender el oficio que ejerció: ‘Se sufre, pero no hay mejor oficio que el periodismo’. Pero hay una novela del colombiano, ‘Del amor y otros demonios’ (1994) donde la increíble y verídica historia nace del trabajo de un joven reportero del diario El Universal de Cartagena, quien en el año 1949 era un redactor de la sección locales que portaba el ‘bichito’ de la literatura en el alma y leía con fruición. Tenía en su pensión de estudiante provinciano de Aracataca a escritores como Joseph Conrad, Kafka, Hemingway, Sófocles, León Tolstoi, así como poesías de Rimbaud o Pablo Neruda. Una mañana, el jefe de Informaciones lo manda a una comisión de rutina. ‘El antiguo cementerio de Santa Clara va a ser demolido para construir un hotel cinco estrellas. Anda para ver qué sacas de eso’, contaría Gabriel de lo que le dijo el jefe. De todos los huesos y mortajas -hasta de un virrey del Perú y su amante secreta- que se exhumaron, le sorprendió el de una supuesta niña, cuya cabellera de color cobre tendría más de veinte metros y solo se leía dificultosamente su nombre: ‘Sierva María de Todos los Ángeles’. El joven de Aracataca escribiría una excelente crónica para el diario. Décadas después de ese descubrimiento, alumbraría una de sus mejores novelas: ‘Del amor y otros demonios’ y describiría la escena de su juventud con esta obra maestra de escritura: “Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros. El maestro de obra me explicó sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera la arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro”. En una de sus últimas conferencias en Monterrrey, terminó la ponencia señalando que los periodistas de antes sufrían mucho por la precariedad de las máquinas ‘y nos daba tiempo para pensar un poquito... y como sufríamos tanto, nos emborrachábamos todas las noches’. Si lo dice ‘Gabo’, ¡salud por el maestro! Apago el televisor.

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